El
comandante Carlos Baró Ollero era un apasionado de La Legión y de su himno “El
novio de la muerte”. También era un fan incondicional de Joaquín Sabina y de
todas sus canciones pecadoras.
Carlos
y sus siete compañeros del CNI fueron atacados en Irak por un número superior
de enemigos, con armas de larga distancia, entre ellas un lanzagranadas, ante
las que no tenían nada que hacer al portar solo pistolas y un fusil. Cercados, Baró
llegó a ese punto límite que separa una actuación militar razonable de una
heroica.
Tomó el
mando tras ser acribillado a balazos Martínez, el jefe natural, impartió
rápidas órdenes desplegando por el terreno a sus compañeros vivos, telefoneó a
sus mandos para pedir ayuda, se lanzó al suelo y no paró de disparar contra los
enemigos. Murió luchando, defendiendo la posición más adelantada. En ningún
momento pensó en la huida dejando atrás a los heridos.
Uno de sus compañeros militares, de alias “Peserice”, describe
sus últimos momento en su blog “Desde mi embarrada trinchera en Empel”: “Carlos
murió como quería, como un auténtico soldado y no con el cuerpo arrugado por
los años, con una sonda metida en el culo y mirando, si es que pudiese ver, el
techo de un hospital”.
Baró consiguió las dos estrellas de seis puntas de teniente
en 1991. Nunca pensó en llevar una carrera tranquila, sino que soñó con
desempeñar los más peligrosos puestos de combate. Se hizo paracaidista y de
operaciones especiales y consiguió ser destinado a La Legión.
Los momentos que más unen a los militares son los que pasan
en circunstancias extremas. Así lo cuenta el citado amigo: “A mediados de los
noventa tuve el honor de convivir once intensos meses con Carlos en el Curso de
Operaciones Especiales: yo teniente recién salido de la academia, él casi
capitán destinado en La Legión. Dicen que el curso envejece tres años al que lo
realiza. Carlos, “Goliardo”, su nombre de guerra, estaba llamado para algo
grande. Excepcional en el plano físico e intelectual, respiraba liderazgo y virtudes
militares. Era, para muchos de nosotros, el teniente que queríamos llegar a
ser. Un ‘perro de la guerra’ de los que te gusta tener cerca cuando vienen mal
dadas”.
En octubre de 1998 entró en la División de Acción Operativa
del entonces CESID. Trabajar diariamente con la tensión que conlleva el trabajo
del espionaje era sin duda un gran estímulo para él. Esas personas que llegan
con una formación tan alta es la que busca cualquier agencia de espionaje.
En 2003 pidió una de las plazas que se habían convocado en
el CNI para prestar servicio en Irak, con la misión de proteger a las tropas
españolas. Él mismo resumió su trabajo en Irak en una carta dirigida a sus más
íntimos el 6 de octubre: “Querida familia: aquí todo sigue normal, es decir
todo lo normal que puede ser la vida de un espía en Irak. Lo recordaré como el
año que comí arroz con pollo unos días y pollo con arroz otros, que compré un
taxi de 1979, perseguí espías del legendario y temible servicio secreto
Mukhabarat, compré voluntades entre los jeques de una tribu, hice fotografías a
los miembros de Al Qaeda desde mi taxi cuando salían de la mezquita, me
entrevisté clandestinamente con líderes chiitas radicales, traté con
traficantes de armas, asesinos a sueldo, recorrí Bagdad a ritmo de Sabina,
compré un coche de los fedayines de Sadam con varias matrículas, me confeccioné
la documentación de mi propio coche, desayuné higaditos de pollo con huevos
duros y pan, bebí cerveza camuflada en lata de refresco, fotografié casas
seguras de leales al régimen desde un helicóptero, vestí como un árabe, conduje
peligrosamente y sin matrículas, merendé dátiles con coca cola, viví a 57ºC,
bebí cinco litros de agua al día sin mear ni gota, aprendí lo importante que es
tener electricidad, viajé siempre con las armas preparadas…”
Su estancia en la tierra que perteneció a Sadam fue intensa
y se vio truncada el 29 de noviembre por el atentado que le costó la vida junto
a otros seis compañeros. En Madrid, Carlos tuvo dos funerales bien distinto. El
primero, compartido con los agentes asesinados, fue de carácter civil, en la
sede del CNI. El segundo, con su familia y amigos, de carácter más castrense. Sus
amigos cantaron “El novio de la muerte”, el himno de La Legión.
El acto final todavía no había llegado. Carlos le había
pedido a su hermano que si algún día le pasaba algo quería que sus cenizas
fueran esparcidas por sus compañeros paracaidistas, con los que frecuentemente
quedaba para saltar en las afueras de Madrid. Su hermano les pidió ser él quien
abriera la urna a cientos de metros de altura, para lo que saltó en un avión
agarrado por uno de sus incondicionales amigos.
Fue su última voluntad a la que tiempo
después le siguió un homenaje que le habría encantado. Su admirado Joaquín
Sabina le hizo una poesía que incluyó en su libro “A vuelta de correo”: “Mi
hermano Carlos –escribe el cantautor- tenía, como todos los agentes secretos,
un nombre en clave: “Baracoa”. La familia me ha autorizado a rimarlo, pero no a
leer su diario. Estoy hablando de tres generaciones de agentes especiales que
sabían que una tumba anónima era mejor que una estatua (…) Maldita guerra de
Irak”.