Los directores del CNI
–el dios “RA” o “1B” en la terminología en clave de hace años- que ha habido en
los últimos años han aportado sin duda su granito de arena a la modernización.
Jorge Dezcallar lavó la cara con dos decisiones importantes: cambió de Cesid a
CNI y metió a un magistrado del Supremo en el trabajo diario del servicio.
Salió como casi todos por la puerta de atrás por el fallo de no haber podido
evitar los atentados del 11-M.
Alberto Saiz llegó con mucho entusiasmo, hizo un gran
trabajo de potenciación del servicio contratando gente valiosa y adquiriendo
medios materiales importantes, pero cesó a tantos mandos de cierto nivel que
organizaron una revuelta silenciosa –como son todas las del servicio secreto- y
filtraron todas las informaciones negativas que pudieron encontrar sobre él hasta
conseguir su dimisión.
Félix Sanz fue un retroceso en la tan deseada en su momento
llegada de civiles al cargo de director. Sabe maniobrar y conspirar, ha
conseguido “enamorar” a la vicepresidenta del Gobierno, Soraya Sáenz de
Santamaría, y ha tenido la suerte de que le han acompañado los éxitos de sus
3.500 agentes.
El Gobierno de Rajoy quería que frenara la independencia de
Cataluña, pero no lo ha conseguido. Los mandos del CNI han obtenido mucha
información perjudicial para los independentistas y han informado al Gobierno
con anticipación de cada uno de los pasos que iban a dar. Igual que han llevado
a cabo misiones secretas de espionaje que han facilitado, por ejemplo, el
nombramiento con ciertas garantías de determinadas personas por el Gobierno.
Los controles democráticos que pedía en la primera edición
de este libro se han llevado a cabo en dos terrenos: la comisión del Congreso
que controla sus actividades y el juez que les autoriza los pinchazos
telefónicos y las entradas en domicilios.
La realidad es que la Comisión de Fondos Reservados recibe
información muy puntualmente por parte del director del CNI o de la
Vicepresidenta, pero nadie se atrevería a sentenciar que el Congreso de los
Diputados ejerce un control parlamentario sobre las actividades del CNI.
Y el magistrado del Tribunal Supremo autoriza montones de
actividades del CNI, con lo cual da cobertura legal a los agentes que las
ejecutan. Una cobertura que es imposible confirmar si se ajusta a lo
establecido por la ley, porque no hay posibilidad de control externo. Solamente
nos enteramos, por poner un ejemplo, de que el llamado “Pequeño Nicolás” tuvo
sus conversaciones intervenidas por orden del magistrado adscrito al CNI,
cuando a la Policía nunca se le habría ocurrido acudir a un juez porque se las
habría negado.
El libro concluye con el tema con el que ha arrancado este
prólogo: las presiones sobre los medios de comunicación para que no publiquen
las informaciones que les perjudican o que difundan las que a ellos les interesa.
Para conseguirlo no sirve cualquiera. La primera persona que el entonces
director del Cesid, Emilio Alonso Manglano, envió para relacionarse conmigo
cuando trabajaba en el semanario Tiempo, Manuel Rey, no era periodista y sí un
profesional de la milicia y del espionaje. Fue honesto y sincero: nunca me
pidió que mintiera, nos ayudamos cuando los intereses de ambas partes así lo
aconsejaban y yo publiqué lo que consideraba que la opinión pública necesita
saber, aunque a él le pareciera mal. Nunca telefoneó a mi director para pedirle
mi cabeza cuando alguna de mis informaciones no le gustaba.
Pasen y lean. Así es como yo veo la necesidad de controlar a
una institución que por su propia configuración tiende a ir a su aire y a
actuar sin seguir algunas normas de los regímenes democráticos.
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