El Ayuntamiento de Madrid quiere suprimir la calle de Juan Pujol, una persona al servicio de los militares franquistas durante la Guerra Civil, y los redactores de la noticia le confundieron con Juan Pujol, "Garbo", el gran espía español en la Segunda Guerra Mundial. Creo que sería una buena idea dedicarle la calle vacante, es uno de los muchos espías que se lo merecen. Este es el relato de su hazaña.
Calificado como el mejor espía de la II Guerra Mundial, la vida como doble agente de Juan Pujol ha llenado páginas y páginas de periódicos, reportajes en cine y televisión —uno de ellos premiado con el Goya de la Academia de Cine de España—, y son incontables los libros en los que ha aparecido. Como era inevitable, por justicia, que estuviera en la lista de los veinticinco mejores agentes dobles, buceé en todos los aspectos extraños que rodearon su actuación y no le impidieron encumbrarse merecidamente al Olimpo de los espías, donde ocupa un trono junto a coetáneos como Kim Philby, quien por cierto fue uno de sus descubridores.
Calificado como el mejor espía de la II Guerra Mundial, la vida como doble agente de Juan Pujol ha llenado páginas y páginas de periódicos, reportajes en cine y televisión —uno de ellos premiado con el Goya de la Academia de Cine de España—, y son incontables los libros en los que ha aparecido. Como era inevitable, por justicia, que estuviera en la lista de los veinticinco mejores agentes dobles, buceé en todos los aspectos extraños que rodearon su actuación y no le impidieron encumbrarse merecidamente al Olimpo de los espías, donde ocupa un trono junto a coetáneos como Kim Philby, quien por cierto fue uno de sus descubridores.
El primer misterio en la
vida de este catalán, importante para entender su personalidad, reside en el
papel, nunca suficientemente explicado, que desempeñó en la Guerra Civil
española. Peleó activamente a favor de los dos bandos con una convicción que o
bien era una patraña para sobrevivir, o bien era una muestra de inmadurez de
quien había nacido en una familia que el espiólogo Domingo Pastor Petit define
como «acomodada, con profundos sentimientos liberales, religiosos y un afán de
paz universal y tolerancia».
Juan nació en febrero de
1912, por lo que cuando empezaron los combates tenía veinticuatro años, una
madurez que en lo ideológico aparece suficientemente asentada. Fue el
desarrollo de la guerra el que le iba mostrando que no merecía la pena defender
los extremismos por los que pegaba tiros. Cogió tirria al franquismo y a la
Alemania nazi que le impulsaba y apoyaba, aunque guardaba el mismo sentimiento
por el comunismo que deseaban implantar muchos de los republicanos y la URSS,
que les respaldaba. Trampeando, mintiendo, echándole cara, consiguió sobrevivir
al caos de la guerra que dejó una España desolada en 1939. El matrimonio con
Araceli González, que se enamoró de un hombre divertido, parlanchín y osado, le
permitió sumar al escaso sueldo de cualquier trabajo que saliera —gerente de
una granja de pollos, conserje de hotel— una estabilidad que él nunca buscó.
Las películas en blanco
y negro de espías capaces de conseguir cualquier objetivo con métodos
sorprendentes e increíbles para la época acrecentaron la imaginación de un Juan
Pujol que se había construido un mundo de fantasía en el que había conseguido
incluir a su enamorada mujer. Un mundo en el que él sería el héroe que salvara
a las naciones del peligro nazi. Pujol era como un feriante de esos que
viajaban de pueblo en pueblo vendiendo cualquier cosa a gente sin educación ni
dinero, pero que atraídos por sus palabras envolventes y soñadoras entregaban
lo poco que poseían a cambio de esa delgada manta con la que nunca volverían a
tener frío o ese remedio casero, guardado en un frasco, de un doctor con nombre
eslavo capaz de curar cualquier dolencia que atacara a un miem- bros de la
familia.
Tras acabar la guerra
Pujol empezó a creerse que si la Alemania nazi fracasaba los Aliados atacarían
España, quitarían a Franco e impondrían la libertad y la democracia. Convenció
a su mujer de que él podía convertirse en agente secreto al servicio del Reino
Unido, el único país no comunista en Europa que él veía con capacidad para
acabar con Hitler. ¿Era Juan Pujol en aquel momento un loco? Sin duda, sus
ideas y planteamientos carecían de lógica. Era un soñador que creía conocer las
técnicas del espionaje gracias a unas cuantas películas que había visto. De
traición sí que sabía, puesto que había cambiado de bando durante la guerra y
había tenido la experiencia de conseguir convencer de su honestidad a quien
tenía motivos para no hacerlo. La ventaja era que tenía una mujer que le ponía
ojitos cada vez que le contaba sus sueños de una vida arriesgada haciéndose
pasar por agente nazi y facilitando información a los Aliados a través de los
ingleses.
Influyó en su determinación
la mala vida que llevaba tras el final de la Guerra Civil, igual que la inmensa
mayoría de los españoles. Sus sueños le alejaban de la miseria y las
incomodidades, le permitían escapar de su cruda realidad y le transportaban a
kilómetros de distancia en un viaje de ensueño. Sin el más mínimo conocimiento
de espionaje, sin haber trabajado durante la Guerra Civil en un destino
relacionado con la inteligencia, sin estar metido en el mundo nazi o tener
amigos cercanos a esa ideología... Es decir, sin tener capacidad para
introducirse en el mundo de los diplomáticos alemanes o de la administración
del general Franco era de locos ofre- cerse a la embajada inglesa en Madrid
para convertirse en doble agente. Una lógica aplastante que Juan Pujol no quiso
ver.
A mediados de 1940 se
presentó en la delegación que todavía hoy sigue instalada en la calle de
Fernando el Santo de la capital y ofreció sus servicios. El diplomático que le
recibió, imagino que de muy bajo rango, no le prestó la menor atención, mantuvo
las distancias y se limitó a decirle, según cuentan algunas historias, que
ellos no se dedicaban a esos menesteres del espionaje. Es fácil deducir que
cuando Juan Pujol abandonó la sede diplomática el hombre que le recibió
escribiría en algún trozo de papel que su visitante estaba mal de la cabeza,
que era uno de esos españoles capaz de cualquier cosa por ganar algo de dinero
o, incluso, que podría ser una trampa de la Abwehr, el servicio secreto alemán.
Un neófito del espionaje, debió de pensar el súbdito inglés, quiere convertirse
en agente alemán y pasar- nos todo lo que robe.
El fracaso fue para
Pujol como un jarro de agua helada que le arrojaran sobre la cabeza. No había
pensado ni por un momento que los ingleses fueran tan torpes como para no
aceptar su plan genial. Se deprimió por el desprecio que sintió, aunque después
se convenció de que ellos eran los que habían cometido el error. Él se
encargaría de mostrarles de lo que era capaz.
Su siguiente paso fue
presentarse en la embajada alemana. Siguió los mismos pasos que en la
británica: preguntó por un responsable de los servicios de información. En este
caso su osadía obtuvo recompensa, quizás porque los nazis se movían en España
con mucha mayor tranquilidad que los ingleses debido a la afinidad ideológica y
el apoyo de Franco. En unos minutos Pujol se encontró en una pequeña sala con
un militar alemán que se presentó como «Federico» y cuyo verdadero nombre era
Gustav Knittel. Allí, sin un asomo de duda, el español desplegó todas sus dotes
de seductor y mentiroso compulsivo. El agente de la Abwehr no tardó mucho en
darse cuenta de sus nulos conocimientos sobre espionaje, pero se sintió atraído
por sus capacidades humanas. Era un apasionado simpatizante nazi, de eso no le
cabía duda, y si le daba la formación adecuada quizás tendría suerte en el
Reino Unido y podría surtirle de una información de la que escaseaba el alto
mando nazi.
Las reuniones se
prolongaron hasta que Federico decidió ofrecerle la formación adecuada y el
dinero necesario para que llevara a cabo su des- embarco informativo en el
Reino Unido. Le enseñaron el manejo de la radio para transmitir mensajes en
zona enemiga, el uso de la tinta simpática y cómo captar colaboradores que le
facilitaran información. Final- mente le bautizaron como «Arabel», el nombre en
clave que debería utilizar en todas sus comunicaciones cifradas.
¿En qué se basó la
apuesta de Federico por Pujol? ¿Cómo creía que un hombre que no hablaba inglés
sería capaz de montar una red de colabora- dores en Londres? La respuesta solo
puede estar basada en la fe ciega o el engaño. El oficial de la Abwehr pudo
creerse las historias del vendedor de feria, pero lo del idioma parece difícil
de ocultar. Sin duda conseguir un agente español con las cualidades humanas que
vio en Pujol era para él suficiente para correr el riesgo, tampoco muy elevado.
El dinero no era problema y el tiempo dedicado a su formación tampoco. Si le
pillaban, la pérdida sería escasa, incomparable con las ventajas de la
información que podía conseguir. En este episodio cualquier especialista en
inteligencia afirmaría que la actuación más cercana a la lógica fue la de la
embajada del Reino Unido y no la de Alemania.
En 1973 Sefton Delmer
escribió por primera vez sobre Pujol, sin dar su nombre auténtico y falseando el
alias que le había puesto la Abwehr («Cato» en lugar de Arabel) y cambiando el
nombre de Federico. El conjunto de la historia, sin duda filtrada con la
autorización y control del MI5 inglés, incluía una enorme falsedad: antes de
partir hacia Portugal para ini- ciar su misión, Pujol se puso nuevamente en
contacto con la embajada inglesa y estos aceptaron colaborar con él. Una
mentira que intentaba, años después, tapar el supuesto gran fallo que supuso
que los ingleses no creyeran a Pujol. Un fallo que, explicadas las
circunstancias de su actuación, fue consecuencia de un comportamiento bastante
coherente con cualquier manual de inteligencia.
Pujol partió a Portugal,
acompañado de su mujer e hijos, con el dinero que le entregó Federico, para
desde allí intentar entrar en Gran Bretaña. El agente español de la Abwehr
tenía como objetivo funcionar durante un tiempo para los alemanes y luego
volver a acercarse a los ingleses, esta vez con las manos llenas. En Portugal
se asentó primero en Cascais y más tarde en Estoril. Buscó una casa donde vivir
escondido y desde la que pudiera hacer creer a los alemanes que vivía en el
Reino Unido. Desde allí les enviaba la correspondencia a un distrito postal
pactado en Lisboa. Situación complicada en apariencia, pero sencilla para él.
Lo que más le costaba era mandarles información operativa sobre lo que pasaba
en el Reino Unido con detalles y datos concretos verosímiles.
Nada más llegar a
Portugal se había comprado toda la información que pudo encontrar sobre Gran
Bretaña: guías de carretera, mapas... Acudía a la biblioteca de Lisboa en busca
de libros sobre las costumbres de los ciudadanos ingleses e indagaba en los
detalles de su historia. Con esa bibliografía no muy abundante apareció el
espía genial, el gran embaucador: partiendo de la información genérica que
Federico le había anunciado que podría interesarles, discurrió las fases de un
plan para conseguir entusiasmarles con su trabajo. Primero simuló llegar sin
muchos problemas a Inglaterra. Luego buscó un trabajo que le sirviera como
tapadera en las afueras de Londres y más tarde comenzó a enviar información y a
buscar colaboradores. Todo sin prisa, pero sin pausa. Para apoyar su supuesta
presencia en las islas Británicas rodeó sus informaciones de todo tipo de
detalles costumbristas que le hacían más humano y creíble. No se equivocó en la
estrategia, aunque su escaso bagaje en el espionaje no le permitió darse cuenta
de que de esa forma se exponía más de la cuenta.
Si la Abwehr alemana
hubiera tenido en su sección británica para reci- bir los mensajes de Arabel a
un especialista en el país, lo cual habría sido lo lógico, los mensajes de los
primeros meses habrían servido para detectar su engaño. Un controlador adecuado
habría observado de entrada que sin saber inglés no era posible llevar a cabo
la mayor parte de sus actuaciones. En sus escritos cometía frecuentes fallos al
hablar de libras y peniques, algo inapropiado para una persona que lleva tiempo
caminando por las calles de un país. En una ocasión describió a unos estibadores
del puerto de Londres bebiendo vino en una taberna, algo inaudito en esa época.
Todavía más grave fue el error de comunicar que el rey iba a trasladarse fuera
de Londres durante el verano porque hacía un calor insoportable, como si el
clima inglés tuviera algo que ver con el español. Si el agente de la Abwehr en
Alemania, a quien Federico enviaba los correos de Arabel, hubiera pasado
anteriormente temporadas en Londres, habría notado la falsedad. Y si no él,
otros especialistas se deberían haber mosqueado cuando Pujol se lanzaba con
absoluto desparpajo a inventarse concentraciones de barcos de la Navy en
diversos puntos de la costa sin tener acceso al potencial inglés.
Nadie del lado alemán
notó nada extraño en los mensajes, pero el ser- vicio secreto inglés percibió
que algo ocurría. Los mensajes de Arabel iban por correo de Lisboa a Madrid y
desde allí Federico los reenviaba a la sede de la Abwehr en Alemania. Para
transmitir utilizaban las máquinas de señales Enigma, la última tecnología en
encriptación, a prueba de interceptación, de la que los nazis estaban
especialmente orgullosos. Lo que desconocían es que los ingleses habían violado
los códigos y descifraban la correspondencia de su embajada en España. Gracias
a ello el MI6 recibió el contenido de varios mensajes firmados por Arabel y, en
coordinación con el MI5, empezaron a buscar un topo alemán dentro su
territorio. Un topo que contaba una larga sarta de imprecisas pero ordenadas
mentiras.
El máximo responsable de
las primeras investigaciones fue Kim Philby —que por entonces ya llevaba varios
años espiando a favor de la URSS—, quien a principios de 1941 era uno de los responsables
de la Sección Ibérica del servicio secreto exterior, en el que más tarde
mandaría. Inicialmente se sospechó de alguno de los diplomáticos españoles en
Londres cercanos a los nazis. Luego buscaron entre los marineros de la marina
mercante española. Más tarde pensaron en algún español residente en pueblos
pesqueros. Pero nada. Lo más extraño fue comprobar que la información que
Arabel facilitaba a los alemanes era no solo inventada, sino disparatada. Cabía
la posibilidad, y a ella se atuvieron en un primer momento por precaución, de
que los alemanes les hubieran tendido una trampa pensando que podían haber
violentado las claves de Enigma.
El engaño del español a
los cándidos alemanes y la alucinación de los ingleses duró varios meses. Todo
acabó el 5 de febrero de 1941, cuando el agregado naval inglés en Lisboa envió
un mensaje al MI6. Un español llamado Juan Pujol se había puesto en contacto
con él utilizando como intermediario al agregado naval de Estados Unidos. Le
había anunciado que era un espía de la Abwehr y que su intención era trabajar
para el Reino Unido. Por primera vez alguien del bando aliado le creía y lo
hacía, como había previsto, porque podía demostrar que ya había comenzado a
engañar él solo a los nazis.
La vida de Pujol cambió
a partir de ese momento. Le entrevistaron en Portugal, creyeron su historia
—los mensajes interceptados le respaldaban— y fue enviado a Inglaterra. Su
mujer y sus hijos regresaron a Madrid. Juan le explicó a Araceli que allí
estarían más seguros y que cuando acabara todo regresaría con ellos. Una
promesa que nunca cumplió.
Juan Pujol llegó en un
hidroavión al puerto de Plymouth el 25 de abril y le llevaron a una casa del
MI5 donde fue sometido a los interrogatorios previos para confirmar su
historia. Como no hablaba inglés, el oficial inicialmente encargado de su caso,
Cyril Mills, fue sustituido por Tom Harris, de madre española, íntimo amigo de
Kim Philby y sospechoso de haber pertenecido a su red soviética, aunque nunca
se demostró. Pujol los dejó a todos descolocados. Era un hombre feliz,
apreciaba cada detalle de la comida y contestaba sin problemas las preguntas
aportando las pruebas necesarias de cómo había engañado a los alemanes. Tal fue
la admiración que sus dotes de actor despertaron en sus interlocutores que le
bautizaron como «Garbo» en honor a la actriz que todos admiraban en esos años.
Pujol había creado, con la única ayuda de su esposa, un personaje llamado
Arabel al que había dotado de una personalidad, una organización y cometidos
que habían impresionado al Estado Mayor alemán. No habían puesto en duda la
información que les facilitaba, ni siquiera —y aquí viene otro de los grandes
errores alemanes— a los siete colaboradores que se inventó, estratégicamente
situados en los aledaños del poder inglés. Entre ellos había un oficial del
Ministerio de Información, simpatizante del nazismo, o una secretaria del
Gabinete de Guerra que se había enamorado de él y en la que se explayó en los
detalles, para aumentar su credibilidad, contando que no era muy guapa, pero
cuyo ímpetu sexual no era lo que él había oído decir de las mujeres inglesas.
Trabajo brillante el de
la época de soledad de Arabel, al que siguió una labor mucho más técnica y
preparada por parte del MI5 gracias sobre todo a Tom Harris. Su nombre no
apareció mucho, pero puede afirmarse sin temor a equivocarse que Garbo es una
mezcla de Pujol y Harris, con el apoyo destacable del Comité XX, los encargados
de los dobles agentes durante la II Guerra Mundial.
Los dos hispanohablantes
tenían una imaginación inigualable, pero el servicio de inteligencia disponía
de ese comité secreto que aportaba los datos que consideraba oportunos para la
desinformación de los alemanes, además de convertir en reales los planes que se
inventaban los Garbo. Por ejemplo, cuando hablaba a los alemanes de una
concentración de barcos, antes indemostrable, ahora les pedía que la
fotografiaran, pues días antes el Comité XX había ordenado colocar modelos de
barcos que desde el aire daban perfectamente el pego.
Según cuenta en sus
memorias Desmond Bristow —uno de los agentes del MI6 que trabajó con Pujol—, el
comité estaba integrado por «John Masterman, el jefe, perteneciente al MI-5,
graduado en Oxford; John Marriot, secretario, miembro del MI5,abogado de
Londres;T.A.Robert- son, teniente coronel, del MI5; John Drew, alto funcionario
del Ministe- rio del Interior; el coronel Bevan, del ejército; el teniente de
la fuerza aérea Cholmondely, graduado en Cambridge; y yo».Todas estas personas,
de un altísimo nivel, se reunían periódicamente e invitaban de vez en cuando a
especialistas en otras materias, para discutir los contenidos de las informaciones
manipuladas que Arabel, o Garbo, debía enviar a los alemanes. Era un grupo de
pensadores creativos y con capacidad de convertir en creíble cualquier
información que respaldaba las acciones de Pujol y Harris. Gracias a ese
empuje, en unos meses Arabel comenzó a ampliar de siete a veintisiete el número
de colaboradores, cada uno perfectamente diseñado, con una personalidad clara,
problemas personales definidos y su propia relación con Pujol.
Arabel utilizaba con más
frecuencia la radio para enviar sus mensajes y fue consiguiendo su objetivo de
subir peldaños en su grado de confianza y credibilidad ante el Estado Mayor
alemán. Lo comprobaban gracias a que la interceptación de Enigma les permitía
conocer las opiniones de Federico desde España y la de los altos mandos de la
Abwehr desde Alemania. Vista la buena marcha de su agente, decidieron arriesgar
en la información que facilitaba. Algunas veces los datos que le pedían a
Arabel desde Madrid eran más simples de lo que ellos podían imaginarse:
«Explíquenos —le escribieron en una ocasión— qué clase de comida se toma en los
restaurantes y cantinas. Diga también la cantidad o número de porciones que se
sirven. ¿Cuáles son, por ejemplo, las raciones alimenticias que entregan por
cada familia?». Otras veces las preguntas eran claras, directas y operativas:
«¿Qué puede comunicarnos acerca de la posibilidad de que las tropas
anglonorteamericanas en el norte de África procedan a una invasión del territorio
español?»
Siempre había una
contestación a todas las preguntas, que se pretendía fuera ajustada lo máximo
posible a la realidad, excepto cuando se les podía mentir abiertamente porque
los alemanes carecían de los medios para con- firmar la información.
El comportamiento de la
Abwehr hacia su agente desbordó todos los niveles de precaución exigidos por
cualquier servicio secreto. Lo normal en este caso siempre es intentar
confirmar que el enemigo no ha doblado al agente. Quizás un simple seguimiento
del espía por parte de otros agentes en el país habría sido suficiente, pero no
se tiene constancia de que el espionaje alemán dudara en ningún momento de
Pujol. No lo hicieron en un primer momento, que ya estaba mal, pero deberían
haberlo intentado como precaución imprescindible cuando les llegaban torrentes
de información producida por veintisiete agentes, a ninguno de los cuales conocían.
También pudo influir de una manera especial que el propio Hitler llegara a
tener bien identificado, aunque no le conociera personalmente, al agente
Arabel. Las dudas sobre la calidad de las informaciones muchas veces se
solventaban aduciendo que el informante era Arabel.
Hubo algunos momentos
clave en el trabajo de Garbo. Uno de los más complicados fue cuando no informó
de la salida de un grupo de barcos de combate que pillaron desprevenidos a la
flota alemana. Ante el malestar de Federico, contó que el colaborador encargado
del asunto había caído enfermo y posteriormente falleció. Eso sí, el Comité XX
hizo que el periódico local publicara la esquela del personaje inventado.
A finales de 1943
comenzó a prepararse la gran operación en Europa que debía dar un vuelco
absoluto al dominio alemán en la guerra. La maniobra de invasión se quería
realizar por Normandía, pero era muy importante que Hitler pensara que el
despliegue se produciría por el paso de Calais. El problema estratégico era
simple: los nazis tenían suficiente fuerza militar para evitar el desembarco
aliado si la concentraban en el lugar exacto, pero si la dividían existían
serias posibilidades de que los Aliados pudieran conseguir su objetivo.
La operación de
intoxicación que se puso en marcha fue vital y contó con la participación de
Arabel-Garbo. Había varios informantes de los nazis que en realidad servían al
MI5, al MI6 y a otros servicios occidentales, pero no se engañaban: la Abwehr
dispondría de confidentes que podrían filtrar el destino real de la invasión .Arabel
estuvo adelantando a los alemanes desde el inicio de 1944 los movimientos de
tropas —con lo que ganaba credibilidad—, conscientes los responsables ingleses
de que esa era una información que antes o después llegaría a poder de los
nazis. La intoxicación se basó en exagerar el poder de disuasión de los
Aliados, una forma de preparar el terreno para la gran mentira.
El 6 de junio fue
elegido como Día D. Cinco horas antes de la llegada de los primeros barcos, Arabel
envió un mensaje cifrado: «Numerosos barcos navegan hacia las costas de
Normandía. Es una mera maniobra de diversión para hacer salir a las tropas del
Reich de las fortificaciones que ocupan en Calais. Por favor, no las muevan de
allí. El verdadero desembarco será por Calais, no por Normandía». La trampa
ideada por Tom Harris y el Comité XX no dejaba demasiado tiempo para decidir a
Hitler. Arabel le desvelaba una información trascendental que le permitía mover
sus unidades de Calais a Normandía y tapar el agujero. Algunos generales ya le
habían manifestado a Hitler su consideración estratégica de que el ataque
aliado vendría por Normandía, lo que había sido corroborado por algu- nos
informes de inteligencia y por varios informantes. Otros altos mandos habían
sopesado todas las posibilidades y se habían inclinado por el paso de Calais.
Hitler creyó a Arabel y
no movió el grueso de las tropas que estaban situadas en el paso de Calais.
Pensó que el ataque sobre Normandía era una maniobra de distracción y se
desentendió de lo que ocurriera en aquellas playas. Se equivocó y cuando quiso
reaccionar las tropas aliadas ya se habían asentado en suelo francés. Fue la
gran derrota nazi, motivada por una decisión estratégica impulsada por una
perfecta intoxicación protagonizada por los servicios secretos aliados y
especialmente por su agente Garbo.
Arabel tenía tanta
credibilidad con sus jefes de la Abwehr que cuando le pidieron explicaciones
por el error adujo que la maniobra de distracción en Normandía había salido tan
bien que sobre la marcha decidieron cambiar el lugar de invasión y no hacerlo
por Calais. Parece increíble tanta candidez, pero los alemanes no solo creyeron
a Pujol, sino que el propio Hitler firmó la orden para concederle la Cruz de
Hierro, saltándose la norma de que estaba reservada para los alemanes por
méritos de combate.
Según se acercaba el
punto final los jerarcas nazis comenzaron a preocuparse por cómo escapar de la
justicia aliada y vivir lo más lejos posible de Alemania. Los mandos de la Abwehr
no se olvidaron de Juan Pujol, a quien mandaron varios miles de libras para que
escapara y empezara una nueva vida en cualquier sitio. Cientos de nazis
desaparecieron en las sema- nas previas a la derrota final y Pujol también lo
hizo, como uno más.
Acabada la guerra,
Inglaterra agradeció su trabajo a Garbo con la muy distinguida medalla de la
Orden del Imperio Británico, que le entregaron con la más absoluta reserva.
Después se valoró que era mejor su desaparición. Los nazis habían creído hasta
el último momento en Arabel, pero si descubrían su doble juego, posiblemente
intentarían matarle. Con el dinero de los alemanes le buscaron un trabajo en Venezuela,
en una empresa inglesa, y partió hacia allí en mayo de 1945. No se llevó a su
mujer, Araceli, ni a sus dos hijos, que permanecieron en España en una
complicada situación económica. El matrimonio no tardó en separarse legalmente.
En Venezuela Pujol
estuvo lejos de la acción durante unos años. Después, a principios de 1950,
decidieron «matarle». No a tiros, sino utilizando un sistema más vulgar, creíble
y que no despertara la atención de nadie, pero que si fuera descubierto pusiera
fin a cualquier investigación sobre su persona. Inventaron que estaba
residiendo en Angola cuando le sobrevino un ataque de malaria. Había muerto
Juan Pujol y con él Arabel. Pero Garbo seguía oculto en Venezuela. La versión
oficial afirma que en aquella época se dedicó a diversos negocios en Caracas,
pero hay algunos datos que apuntan a que el doble agente retomó su trabajo al
servicio de la inteligencia británica. Algo lógico, pues alguien que ha sido
capaz de engañar de aquella manera y con tanto éxito es una pieza codiciada
para cualquier trabajo similar. En España pasó lo mismo con Mikel Lejarza, el
«Lobo», que se infiltró victoriosamente en la cúpula de ETA y, tras cosechar
unos resultados impresionantes, cambió de rostro y se dedicó a hacer para el
mismo servicio de inteligencia aquello que hacía como nadie: infiltrarse en
grupos mafiosos y terroristas.
Desmond Bristow,
delegado en España del MI6 tras la guerra, cuenta en sus memorias que en los
años cincuenta tenía una misión frente al ene- migo soviético y que se le
ocurrió infiltrar a Garbo. Le propuso la misión al propio Pujol, que aceptó
encantado, aunque finalmente el MI6 no lo vio bien. Cuenta también que Tom
Harris, el agente de madre española que compartió la aventura final con Garbo,
tenía negocios con él. Bristow no se corta de calificar a Pujol como «un
consumado mentiroso, con muy poca moral». Un perfil, por cierto, que deberían
cumplir muchos espías para poder desarrollar con éxito sus misiones.
Con motivo del
cuadragésimo aniversario de la victoria aliada en las playas de Normandía, en
1984, Juan Pujol fue invitado a Inglaterra. Allí recibió los honores que
merecía y que nunca le pudieron tributar públicamente por motivos de seguridad.
Unos meses antes la prensa inglesa había dado con Garbo —«el mejor actor del
siglo»— después de traspasar las barreras de silencio y mentiras que se habían
tejido para protegerle.
Pujol se había quedado a
vivir en Venezuela, donde se había vuelto a casar y había tenido descendencia.
Un genio del espionaje, con una imaginación desbordante, que había sido capaz
de engañar al propio Hitler. Tom Harris había muerto en un accidente de tráfico
en Mallorca muchos años antes. Como Garbo, había recibido tras la guerra el
pago simbólico a su participación en el gran engaño, la Orden del Imperio
Británico. En el acto tuvo la posibilidad de charlar con el general Eisenhower,
pequeña reunión que relató a su amigo Desmond Bristow, el cual escribió junto a
su hijo Bill el libro Juego de topos, en el que cuenta sus memorias: «Al
término de nuestra conversación el general se arrellanó en su excesivamente
grande y horrible escritorio y me dijo: “No sé si lo sabe, señor Harris, pero
el trabajo que usted realizó con el señor Pujol equivale probablemente al de
toda una división; usted salvó muchas vidas, señor Harris”. El general entonces
se levantó, me tendió la mano y en el momento de estrechármela, me dijo :“Se lo
agradezco mucho, señor Harris”.
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