¿Se puede ser espía siendo un
obseso sexual, juerguista y bebedor sin límite? Cualquier oficial de
inteligencia actual diría rotundamente que no, pero la historia demuestra todo
lo contrario, por increíble que pueda parecer.
Guy Burgess fue uno de
los mayores impulsores del “Quinteto de Cambridge”. Puso su empeño no
sólo en espiar para los soviéticos, sino en reclutar a otros miembros para la
red. Su capacidad de no levantar sospechas estaba inicialmente fundamentada en
pertenecer a una familia de garantías, en la que su progenitor era militar.
Entró en Cambridge para estudiar Historia y rápidamente se convirtió en
comunista, aunque sin renunciar en ningún momento a la vida bohemia y
despreocupada que tanto le apasionaba. Beber y flirtear con otros hombres
formaba parte de su cotidianidad, lo que le formó una coraza que hacía que
nadie pensara que alguien así pudiera ser un ferviente comunista.
Cuando entró
a trabajar en el Foreign Office, ya era un peculiar militante del Partido
Comunista, que seducía en las elegantes fiestas a las que acudía no por sus
ideales revolucionarios, sino por su encanto burgués, su talento y simpatía. En
el trabajo en el ministerio de Exteriores, empezó rápido a sustraer los informes
confidenciales que podían interesar a los rusos, se los llevaba por la noche a
su controlador para que los fotografiara y los devolvía al día siguiente sin
que nadie se enterara.
Su trabajo como espía durante la Segunda Guerra
Mundial y en la época de la Guerra Fría fue muy bueno, pero su tipo
de vida le hacía caminar por un peligroso y delgado hilo. En 1951,
coincidieron en Estados Unidos, Donald Maclean, Kim Philby y él. Incluso
Guy estuvo viviendo en casa de Kim, que era uno de los pocos amigos que sabía
conducirle en su disipada vida. Pero Philby, que trabajaba en el servicio
secreto inglés que le había destinado de enlace con la CIA, descubrió
que los norteamericanos sospechaban de que Maclean y quizás Burgess podían ser
unos traidores, por lo que les alertó para que huyeran rápidamente.
Una
estancia deprimente en Rusia
Analizadas las posibilidades con el
controlador soviético, decidieron que Maclean debía escapar inmediatamente. No
está muy claro si resolvieron que Burgess también desapareciera o que
simplemente le acompañara en el inicio de la huida y luego regresara. En
cualquier caso, Burgess se asustó más de la cuenta pensando en la cárcel que le
podía estar esperando en Inglaterra y optó por largarse a Rusia.
Allí
los dos fueron excepcionalmente recibidos, especialmente porque los de la KGB
disfrutaron como enanos contemplando públicamente el espectáculo de caos y
crisis que se adueñó de sus colegas del servicio secreto inglés cuando el mundo
se enteró de la infiltración durante años de dos topos.
Maclean se adaptó muy
bien a su nueva vida, pero Burgess lo pasó fatal. Nunca se molestó en
aprender una sola palabra de ruso, bebió aún más descontroladamente, se
empeñaba en vestir su vieja ropa inglesa y a pesar de lo mal visto que estaba en
aquella época en la Unión Soviética, siguió ejerciendo activa y
públicamente su homosexualidad.
Fue tan detestado en silencio por las
autoridades soviéticas, que en los días anteriores a su muerte no permitieron a
su antiguo amigo Philby –que ya había desertado, confirmando que era “El
tercer hombre”- que fuera a visitarle al hospital donde agonizaba. En su
testamento, le dejó a su colega Kim su biblioteca, sus abrigos de invierno y el
poco dinero que le quedaba. Burgess fue bueno como espía, pero un desastre como
persona.
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