lunes, 26 de noviembre de 2018

Alberto Martínez, el espía amenazado por los rebeldes al que el CNI debió sacar de Irak

Alberto Martínez era el jefe de estación del CNI en Irak antes de la invasión estadounidense del país en 2003 y lo siguió siendo después. Estaba amenazado por los rebeldes, en el CNI lo sabían, pero decidieron no sacarle del país. Él tampoco quiso dar un paso al lado, siempre deseó cumplir su misión.  Uno de los mejores agentes que ha tenido el servicio secreto español. Esta es su historia.    
El 17 de junio de 2000, el agente del servicio de inteligencia Alberto Martínez emprendió viaje hacia Irak para hacerse cargo de la Consejería de Información de la Embajada española. Su constancia y responsabilidad convertirían sus casi 3 años y medio de estancia en el país en un calvario en el que lo dio todo para conseguir esa información oculta que sus jefes del servicio de inteligencia y el gobierno le demandaban. Otra cosa fue que no valoraran adecuadamente sus informes y el trabajo de investigación que a la postre le costó la vida.
         Alberto era comandante del Ejército de Tierra cuando aterrizó en Bagdad, su primer destino en el extranjero. Unos meses antes había pedido varias vacantes en el extranjero, entre las que estaban Estados Unidos e Irak. El 30 de noviembre de 1999 regresó a casa para comer, según recuerda su mujer Charo García Areces: “De repente soltó: ‘Hemos tenido mala suerte, me ha tocado Irak’. Ahí nos cambió la vida”.
Nada impidió que a partir de ese momento se volcara plenamente en la preparación de su nueva misión. Empezó a estudiar árabe, profundizó en el inglés e hizo un curso específico de tres meses en el CNI para conocer todo lo posible de su nuevo trabajo en el extranjero.
Lo que allí se encontró le decepcionó bastante. Sus antecesores se habían arriesgado poco y no habían tejido una red de colaboradores adecuada para conseguir la mejor información posible. Motivo de más para que Alberto se dedicara en cuerpo y alma a su nueva tarea.
El primer año fue intenso y agrio. No tenía a su familia con él y sufría bastante la soledad. Trabajaba tanto que no pensaba en los suyos para no aumentar su sufrimiento. Por suerte todo cambio de agosto de 2001. Pudo llevarse a su mujer y a su hijo, con lo que consiguió un tiempo para desenchufar.
Cuando se produjeron los atentados del 11-S, Alberto se movía con seguridad por las calles de Bagdad y de cualquier ciudad iraquí. Al volante de su Nissan blanco iba de un sitio a otro para mantener entrevistas con sus contactos en todos los grupos religiosos o laicos del país. Nunca olvidaba una pistola escondida en el cinturón y la prudencia como compañera.
El trabajo se lió tras el apoyo de Aznar a Bush. Las fuentes que tanto tiempo le había costado conseguir empezaron a recelar. Algunos de sus contactos le pidieron cobijo en España antes de que comenzaran los bombardeos. Lo intentó, pero sus jefes en el CNI no le apoyaron.
Alberto supo desde su vuelta a España que en cuanto los americanos ocuparan Irak debería regresaría. Lo hizo consciente de que el nuevo Irak iba a ser muy distinto al que se encontró nada más llegar. Habría que extremar las medidas de seguridad y recuperar en lo posible a sus disgustadas fuentes.
Aunque, a veces, el enemigo parecían ser los propios estadounidenses. Un día que iban en el coche con Bernal, les detuvieron en un control americano de carretera. Les hicieron bajar y les pidieron la documentación. Los dos enseñaron su acreditación oficial, pero el soldado les dijo que debían entregarle sus armas, pues nadie podía llevarlas. Alberto se puso furioso, pero Bernal le calmó: “no vamos a conseguir nada, estos son cuadriculados y se limitan a cumplir escrupulosamente las órdenes”. Los dos se fueron de allí sin sus pistolas y presentaron una queja diplomática. Tiempo después les enviaron dos pistolas a estrenar, pero no las suyas.
Alberto estuvo dos meses en Irak dedicando el poco tiempo libre que le dejaba su tarea diaria a pensar en el nuevo destino que pediría a su regreso a España. Su aspiración era irse con un cargo de responsabilidad al País Vasco, otro sitio de acción, en el que esperaba rentabilizar la amplia experiencia que había adquirido.
Inicialmente debía volver a finales de junio, pero un retraso en la llegada de su sustituto le obligó a posponer la vuelta hasta el 19 de julio. Ya sabía que el destino que le habían concedido era Bilbao, pero no como jefe, lo que él deseaba y sin duda merecía.
No obstante, llegó feliz por poder pasar una larga temporada con su familia. El relax le duró tres días. Una llamada telefónica del responsable en Madrid de la operación en Irak lo trastocó todo. Habían decidido volver a mandarle seis meses a Nayaf en una misión de protección de las tropas españoles que el gobierno había decidido enviar a Irak. El CNI no tenía a nadie tan preparado. “Se le iluminó la cara. Lo necesitaban y tenía que acudir”, recordó su mujer.
Se instaló en un pequeño dormitorio en la sede de la Brigada Plus Ultra, en peores condiciones de las que había tenido cuando estaba destinado en Bagdad. De hecho, le contó a su mujer que el 5 de octubre fue a visitar a su amigo Bernal y le había parecido que vivía estupendamente.
Fue la última vez que estuvo con él. Cuatro días después le mataron. Martínez lo vivió como un drama personal. No pensó en sí mismo, pero sabía que los enemigos que los dos habían hecho en Bagdad también le perseguían a él. Su mujer lo recuerda: “Yo sabía que Alberto había destacado mucho y era su objetivo. Desde el primer año estaba fichado porque se implicaba mucho en su trabajo de investigación y era persona non grata para el servicio de inteligencia de Sadam. Me dijo irónicamente que le habían sacado tarjeta roja”.
En la sede central del CNI vieron el peligro que cercaba a Martínez, pero decidieron mantenerle en Irak porque nadie como él conocía lo que allí estaba pasando. Se dejó un amplio mostacho, cambio su fisonomía y le prohibieron regresar a Bagdad. Vestido con una túnica –debajo de la cual escondía siempre su pistola- parecía un iraquí más.
Siguió con su trabajo igual que antes, como buscar el paradero de Sadam Husein. Él y Bernal facilitaron pistas para cazar a los hijos, acostumbrados a una vida de lujo y mujeres y no a esconderse en un hoyo. Pero lo del padre resultó más rocoso. Esta obsesión molestó a sectores iraquíes cercanos a los servicios secretos de Sadam, que habían mantenido su estructura tras la invasión de Estados Unidos.
A pesar de su ingente trabajo, Alberto discutía cada vez más con sus jefes en Madrid, se sentía incomprendido, pensaba que no le agradecían el esfuerzo que estaba realizando. Tuvo unas últimas cortas vacaciones para disfrutar de su familia en Valladolid y a los pocos días de volver a Irak el atentado segó su vida. Nadie había hecho tanto por España en Irak como Alberto Martínez.


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