Tras la narración de lo que pasó en Irak hace 15 años, ahora comienzo a contar la historia de cada uno de los agentes, sus secretos y ansias, sus sueños perdidos, su valor...
José Antonio Bernal llegó a
Bagdad el 17 de septiembre de 2001 para ocupar el puesto de Viceconsejero de
Información de la Embajada española. Era un joven decidido y entusiasta que
aprendió el complicado oficio del espionaje en el extranjero rodeado de
enemigos gracias a la mano experta de su jefe, Alberto Martínez.
De joven
había soñado con ser piloto de combate, pero vio truncada su carrera cuando
apenas había comenzado a preparar el examen de ingreso en la Academia General. Le
hicieron las pruebas de aptitud médica y presentaba un problema de oído a 4.000
pies de altura.
La decepción le duró poco tiempo y pronto continuó con sus
ganas de ser militar. Su padre le marcó el camino de radiotelegrafista y él se
lanzó en tromba. Se presentó al examen de ingreso y sacó el número 1, con una
nota de 9,95. Puesto destacado que no abandonaría en el escalafón los años que tardó
en convertirse en sargento.
En junio de 1995 entró en el CESID. Mientras hizo el curso
de acceso, nadie supo a qué estaba dedicando su tiempo. Quizás su mujer supiera
algo, pero no sus padres. Cuando cambió de destino, intentó seguir con el engaño,
pero su padre, un militar experimentado, un día le comentó: “No me engañes,
cuando te vistes con corbata para ir a trabajar es porque no vas a un cuartel”.
Soledad
Gómez, su madre, siguió mucho tiempo pensando que trabaja en un cuartel. Nunca
dudó de él. Era el primogénito cariñoso que al volver de la academia para
preparar su ingreso en el Ejército, entraba en su cocina, olía cada plato que
estaba guisando y entonaba aquella monserga de “jo mamá y si no apruebo, jo
mamá y si no apruebo”. Ella le transmitía la tranquilidad y el ánimo que su
hijo buscaba: “Siempre dicen que como una hija para una madre no hay nada, pero
mi hijo era para mí algo especial. Era una excelente persona, muy cumplidor,
muy amigo de sus amigos”.
Durante los seis años que pasó en el CESID hasta que fue
destinado a Irak ocupó un puesto en el Centro de Comunicaciones. Nunca fue un
aventurero. Eso sí, era ambicioso dentro de su profesión y cuando a principios
del siglo XXI se enteró de que había una plaza para un agente de su perfil en Irak,
como número dos de la delegación del CESID, solicitó la plaza.
Unos días antes de la adjudicación, se sinceró con su padre:
“Quiero irme a Irak, pero es muy difícil que consiga la plaza porque mi jefe no
quiere desprenderse de mí y si me pone pegas no me la van a dar”. Su padre vio
claro cómo echarle una mano: “habla con fulano (un alto mando de La Casa), que
es amigo, y le dices de parte mía que quieres ir a Irak”.
A José Antonio no le gustó aquello, pero obedeció. La plaza
fue para él.
Antes de incorporarse a su
destino en la embajada, hizo un largo curso para aprender la idiosincrasia del
país y algunas técnicas especiales necesarias para un agente secreto que se va
a mover en territorio hostil. Además, perfeccionaba el inglés y daba clases de árabe.
José Antonio se fue a Bagdad el 17 de septiembre de 2001,
pocos días después del atentado del 11-S en Estados Unidos, lo cual complicaría
sobremanera su misión. No tardó en
llevarse a su mujer y a su hija, aunque regresarían un año después al complicarse
la situación en Irak.
En febrero de 2003 el ataque para derrocar a Sadam era
inminente y recibieron desde Madrid la orden de abandonar el país antes de que
el conflicto estallara. Al regresar, Martínez y Bernal se convirtieron en las
principales figuras del gabinete de crisis que se montó en la sede del CNI. Eran
los únicos que disponían de acceso a fuentes directas en Irak.
Derrotado Sadam y ocupado el país por las fuerzas
estadounidenses, Bernal tuvo que regresar. El destino por el que tanto había
peleado había perdido toda su tranquilidad. “Él era plenamente consciente de
las dificultades que se encontraría a su regreso –explica su padre-, la
situación estaba muy jodida. No podía permitir que los españoles que estaban
allí no tuvieran a nadie que se preocupara por ellos. Había firmado por tres
años y tenía que cumplir con su compromiso”.
Es imposible saber a ciencia cierta lo que le pasó por la
cabeza antes de su partida, pero nadie conocía mejor que él la situación que se
iba a encontrar. El servicio secreto de Sadam le tenía identificado, había
trabajado con ellos íntimamente, y disponía de muy buenos contactos con
diversos grupos religiosos. Lo lógico era pensar que ahora le vieran como un
traidor.
Bernal era metódico y nunca se engañaba. No lo intentó con
su padre: “Yo me quiero ir a Irak, si me sale bien, bien; si me sale mal, pues
mal”. Y tampoco con su madre cuando directamente le espetó: “¿Cómo te vas a ir
allí tal y como están las cosas?”. José Antonio no dudó: “Sabes qué te digo,
que en todas partes hay Dios”.
El 7 de octubre, a la hora de la comida telefoneó a su
mujer, con la que deseaba tener un segundo hijo cuando hubiera pasado la
experiencia iraquí y regresara a España, y antes a su madre. Lo hacía con
cierta frecuencia, quería mucho a sus mujeres. Tras hablar con su madre se
despidió: “Buenos, pues en una semana nos vemos, que voy de vacaciones cortas,
un beso”.
Dos días después, la noticia llegó a los telediarios sin
tiempo para que los agentes que el CNI había enviado a casa de sus padres
tuvieran tiempo de advertirles. “Cuando vi en la pantalla la noticia dije han
matado a Josito –recuerda el capitán Bernal-, fue como si ya supiera que iba a
ocurrir”.
El teléfono comenzó a sonar inmediatamente y no paró de
hacerlo en días. De entre todas las llamadas hubo una especial para el capitán
del Ejército del Aire: su antiguo jefe, el que había ayudado a su hijo para
conseguir el destino, que en ese momento estaba destinado en una delegación del
servicio de inteligencia en el extranjero. El hombre no pudo evitar llorar
amargamente en cuanto escuchó la voz del padre de Bernal y lleno de congoja le
dijo que él era el responsable de la muerte. José Antonio le respondió que no
había culpables y le consoló: “En cualquier caso, si hubiera alguien culpable,
que no es el caso, sería yo”.
El capitán Bernal habló
directamente con la prensa para dejar claro que “somos militares, sabemos que
se corre un riesgo, para el que nuestro hijo se había presentado voluntario”,
que era el trabajo que le gustaba y “ha muerto en acto de servicio, haciéndolo
por Dios y por la patria”.
Le concedieron, entre otras condecoraciones, la Gran Cruz de
la Real Orden de Reconocimiento Civil a las Víctimas del Terrorismo, cuya orden
apareció publicada en el Boletín Oficial de Defensa del 31 de octubre de 2003.
El ministro Trillo le anunció a Bernal que el presidente Aznar quería
entregársela personalmente. Sin embargo, el acto se retrasó, después tuvieron
lugar los atentados del 11-M, el cambio de gobierno y…por muy alucinante que
pueda parecer, diez años después, todavía no se la han entregado.
Las fuentes consultadas consideran que el asesinato de
Bernal fue una encerrona perfectamente montada. El guarda de seguridad que
debía estar en la puerta de su domicilio no apareció esa mañana, pero tampoco
lo hicieron el jardinero y la chica que cocinaba, cuando siempre acudían a su
casa pronto por la mañana. La investigación del servicio de inteligencia no
creyó en las casualidades e interrogaron al guarda, que aseguró que no podía
declarar nada hasta que quitaran del medio a Sadam, que por aquel entonces
seguía escondido en el país. Su ausencia no fue una casualidad: si quería
salvar su vida y la de su familia, no debía estar en la puerta de Bernal esa
mañana.
Para honrar su memoria, se han creado los premios José
Antonio Bernal Gómez, patrocinados por el ayuntamiento de Navahermosa, en
colaboración con la Asociación Voces Contra el Terrorismo, que reconocen a
personas que han entregado su vida a la lucha contra los terroristas.
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