miércoles, 25 de marzo de 2015

Detectives: Por qué los "huelebraguetas" se han convertido en profesionales imprescindibles en la sociedad actual


El mundo de los detectives españoles es más conocido por lo que describen los autores de novela negra que por lo que podemos conocer a través del periodismo y de sus protagonistas. En mis treinta años de profesión, he investigado, denunciado e informado en numerosas ocasiones sobre hechos protagonizados por estos investigadores privados. Sin embargo, pocas han sido las aportaciones directas de los detectives a ese debate necesario sobre su trabajo diario. Es en este sentido en el que considero de vital importancia el libro “Detectives.Rip”, escrito por Juan Carlos Arias, de la editorial “Seleer”.
A Juan Carlos Arias le conocí cuando éramos dos jóvenes veinteañeros. Nos sobraba ilusión y nos faltaba perspectiva. Él estaba como loco por contribuir con su trabajo a la resolución de conflictos que tantas personas y empresas le encargaban. Actuaban así, él lo sabía muy bien, porque no había nadie más que pudiera ayudarles. Los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado han estado siempre sobrecargados de trabajo y no pueden dedicar a algunos casos el esfuerzo que muchas personas desearían. En otros temas no delictivos, los clientes acudían a Juan Carlos, al igual que a sus compañeros, porque precisaban investigaciones que les aportaran datos necesarios para su vida privada o para la buena marcha de sus empresas.
Por aquel entonces fue cuando escuché por primera vez el calificativo despectivo dirigido a los detectives, ese que todavía hoy aparece cuando alguien quieres menospreciarles: huelebraguetas. Un término que pudo tener sentido en España y en el mundo cuando los investigadores se dedicaban principalmente a demostrar que los hombres eran infieles a sus mujeres.
Ese terreno se ha superado, aunque siguen siendo muchos los hombres y mujeres que sumidos en la congoja de ver su matrimonio en peligro, acuden a ellos en busca de una información que acabe con sus dudas.
El retrato apasionante que hace Juan Carlos del estado de su profesión en este libro tiene mucho de realidad y nada de fantasía. Abre la puerta a la discrepancia sobre sus planteamientos, pero pone el corazón en probar su tesis: los gobiernos hacen todo lo que está en su mano para impedirles el ejercicio de su trabajo y hay muchas manzanas podridas que perjudican la imagen que de ellos tiene la sociedad.
Comparto absolutamente su primera tesis y solo hay que leer los capítulos en los que describe las leyes que se han aprobado durante la democracia, para dejar en evidencia lo que me gusta calificar como persecución al trabajo de los detectives.
Muchas veces he escrito en contra de las limitaciones que el Ministerio del Interior pone a su trabajo. Cerrando tantas ventanas a su trabajo es imposible que puedan desarrollarlo como la sociedad necesita. Me atrevería a decir que los funcionarios policiales tienen la mirada cicatera de quien no quiere compartir espacio con personas que no llevan una placa y por lo tanto que necesariamente tienen que saber menos que ellos. Aún más, los consideran intrusos en un mundo que les pertenece. Se equivocan y mucho.
En una sociedad con tantos delitos, el Ministerio del Interior español debería aprender de países como Estados Unidos, en los que a cambio de dotarlos de algunas competencias, consiguen que el trabajo de los detectives se sume al que realizan los policías. Y este es el quid de la cuestión: sumar y no restar.
Los detectives españoles tienen una formación universitaria y profesional muy superior a la existente en la mayor parte de los países. Son gente capacitada para conseguir información y probar sus argumentos. Lo demuestran diariamente en salas de Justicia y con el reconocimiento de particulares y empresas que siguen contratándolos a la vista de sus buenos resultados. Entonces, ¿por qué los que mandan les ponen tantas trabas para su labor?
Solo veo celos y envidias, donde debería haber sana colaboración y confianza. La Policía no puede con tantos delitos y los detectives ayudarían a desahogarles de tanto trabajo. No lo han entendido nunca y me temo que la visión de Juan Carlos no permite abrigar cambios en un futuro cercano.
No soy ajeno al principal motivo en el que se sustentan las críticas de los cuerpos de seguridad. Los escándalos que aparecen periódicamente en los medios de comunicación ensombrecen la labor callada y exitosa de centenares de detectives. Esos escándalos que presentan ante la opinión pública a unos detectives que se saltan la ley, que corrompen a funcionarios, capaces de cualquier cosa ilegal a cambio de llenar sus arcas.
Para ilustrar esta realidad, de la que Juan Carlos se aleja con sentimiento de pena y desprecio, aporta dos casos recientes muy significativos: la “Operación Pitiusa” y los casos de “Método 3”.
Para mí está claro que la inmensa mayoría de los detectives son gente seria que trabaja respetando la ley, pero que a veces –una parte de ellos- tontea con esa línea roja que les han marcado y que les impide conseguir por medios normales la información que necesitan para sus casos. ¿Por qué no dejarles consultar el archivo de maltratadas antes de aceptar el encargo de un hombre para buscar a su esposa? ¿Por qué los políticos contratan continuamente a detectives para obtener información de comportamientos irregulares de sus oponentes, cuando luego a la hora de hacer leyes se distancian de su trabajo?
El libro es muy duro con estos comportamientos y a veces he tenido algunas discrepancias. Me parece mal que los detectives creen una red para compra-venta de datos, pero creo que el Estado debería facilitarles el acceso a determinadas informaciones, siempre estableciendo las necesarias garantías. En este sentido, me ha encantado el caso de Matías Bevilacqua, que hacía trabajos fuera de la ley en ordenadores ajenos y al que la Policía detuvo en la “Operación Pitiusa”. Curioso que esas mismas habilidades supuestamente delictivas las empleara al servicio  del Centro Nacional de Inteligencia (CNI).
Creo que los detectives detenidos por casos de corrupción no eran todos ellos malos trabajadores. Seguro que algunos tenían una explicación para estar allí metidos. Yo he seguido el trabajo de Francisco Marco, de la extinta Método 3, y he podido comprobar personalmente el gran trabajo que ha realizado en investigaciones difíciles y comprometedoras. Eso sí, si él y el resto de los implicados se saltaron la ley, respetaré las sanciones que acuerden los tribunales.
Juan Carlos Arias siempre ha sido un valiente y con este libro descarnado lo demuestra. Nadie como él para echar luz sobre un mundo al que acusan injustamente de mal funcionamiento. Comparto plenamente sus palabras: “Esta obra, en suma, reivindica un orgullo profesional y un oficio al que se adjudica un plus de maldad en los últimos tiempos que resulta injusto y hasta hiriente para quien vive de ella”.

Pasen y lean. Antes pónganse una gabardina con capucha, pues el chaparrón que viene es muy grande. Eso sí, les asegura que al final verán las calles por las que circula el mundo de los detectives con la esperanza de que algún día todo vaya mejor. Y que muchos investigadores como Juan Carlos Arias seguirán siempre ahí para ayudarles en lo que necesiten.
(Prólogo que he publicado en el libro "Detectives.Rip" de Juan Carlos Arias)

martes, 10 de marzo de 2015

Espías y policías fallaron el 11-M

A nadie le gusta reconocerlo abiertamente, pero once años después del 11-M hay un consenso general entre los servicios de información de la Policía y la Guardia Civil, y los de inteligencia del CNI: el 11-M fue posible porque cometieron graves fallos. Entre ellos se siguen echando la culpa, pero todos aceptan un grado de responsabilidad, agravado por la falta de coordinación. Algo demostrable: entre todos ellos habían estado controlando los movimientos de los terroristas en los años anteriores, pero no fueron capaces de evitar que los trenes saltaran por los aires.
La Policía tenía varias células islamistas controladas. La Guardia Civil había hecho el seguimiento de varios terroristas y de un tráfico de explosivos. Y el CNI tenía bajo control a varios de ellos y, especialmente, al emir del grupo, Allekema Lamari. Es complicado justificar cómo con tal cúmulo de información no pudieron evitar que murieran 191 personas y que 1.775 resultaran heridas. Esta es la historia.
El Centro Nacional de Inteligencia disponía al inicio del siglo XXI de un Área de Terrorismo Islamista con un peso al menos diez veces inferior al que dedicaban a la lucha contra ETA. Fue tras los sucesos del 11 de septiembre de 2001 en Estados Unidos cuando la perspectiva empezó a cambiar, en parte por el descubrimiento de que algunos de los terroristas que se habían inmolado habían pasado por España y en parte porque la CIA comenzó a pedir mucha colaboración y mano dura contra ellos.
AZIZI, UNA HUÍDA EXTRAÑA
En los meses posteriores, todo el empeño del CNI y de los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado fue dirigido a desmontar la célula de Al Qaeda que se había montado en España. De ella formaba parte Amer el Azizi, un marroquí que estaba controlado por el CNI y con el que tenían una cierta relación. Nacido en Casablanca, traductor de español, llevaba varios años en los que había captado a los miembros de la célula que dirigía Abu Dahdah y a uno de los personajes clave del 11-M, “El tunecino”.
En noviembre de 2001, agentes de Policía le tenían controlado, incluso con cámaras especiales instaladas en los alrededores de su casa, prestos para detenerle junto con sus compañeros en la llamada “Operación Dátil”, cuando dos agentes del CNI fueron a verle y golpearon repetidamente la puerta de su casa sin conseguir respuesta. Azizi se mosqueó, se cortó la barba y consiguió abandonar España. Nunca se ha conocido su relación concreta con el CNI, pero la Policía les achacó actuar por su cuenta y evitar su detención.
Convertido en el enlace entre los terroristas del 11-M y Al Qaeda, regresó a Madrid a principios de 2003, lo que se ha podido saber porque vendió legalmente su coche. Después desapareció y no se supo nada de él hasta que la dirección de Al Qaeda confirmó que un misil lanzado por un drone en Pakistán había acabado con su vida.
ZOUGAM, CNI Y POLICÍA A POR ÉL
Otros de los implicados en el 11-M que controlaron los agentes del CNI fue a Jamal Zougam, empleado de un locutorio. Como en varios de los casos de los terroristas muertos o detenidos, intentaron ser captados por el servicio de inteligencia y al mismo tiempo por los servicios de información de la Policía. Cada uno campaba a su aire, compitiendo con los que deberían ser sus aliados en la lucha contra el terrorismo islamista. Una vez detenido, con poco que perder, Zougam reconoció los intentos de captación.
“EL POLLERO” DEL CNI SOBRE LAMARI
El tercer caso, y el más importante, es el de Allekema Lamari, que había sido militante del Grupo Islámico Armado (GIA) argelino, y que fue clave en los atentados de los trenes. Al poco de llegar a España en 1997, fue detenido en una operación policial contra una célula del GIA. En 2002 quedó en libertad por un error judicial y a partir de ese momento todos sus movimientos en Valencia fueron controlados por el CNI.
El servicio secreto dispuso de la mejor información gracias a Sabagh Safwan, más conocido como “El pollero”, un colaborador que mantenía buenas relaciones con los islamistas y que pasó a recibir órdenes de dedicar todos sus esfuerzos a informar sobre las actividades de Lamari.
Gracias a “El pollero” los espías supieron que Lamari había salido de prisión mucho más radicalizado de lo que ya estaba antes de entrar y que estaba obsesionado con la venganza. En el servicio estaban tranquilos, pues sabían al minuto todos sus movimientos gracias a su confidente.
Medio año antes del 11-M, “El pollero” les concretó que Lamari estaba poniéndose en contacto con otros islamistas para organizar un atentado en España, aunque carecía de cualquier pista relativa al dónde, cómo y cuándo. Lo que inicialmente era un tema preocupante, se convirtió en especialmente grave cuando meses antes desapareció y nadie supo dónde se escondía. El 6 de noviembre de 2003, el CNI dio la alerta a la Policía y la Guardia Civil para que le buscaran, avisando que tenía intención de cometer un atentado.
Todos le buscaron pero nadie supo de él. El 6 de marzo, un nuevo informe del CNI alertaba de que a su desaparición había que sumar la de cinco de sus acólitos, que habían abandonado sus puestos de trabajo. Lamari reapareció como uno de los responsables de la colocación de bombas en los trenes y después, el 3 de abril, se encontraron sus restos entre los terroristas que se inmolaron en un piso de Leganés antes del asalto de la Policía.
“EL TUNECINO” SE ESCAPÓ DE LA POLICÍA
El trabajo anterior a los atentados de los servicios de información de la Policía fue objetivamente tan bueno como el del CNI, incluso mejor. Al caso citado de Jamal Zougan se unió Serhane ben Abdelmajik Fakhet, alias “El tunecino” fue controlado hasta pocos días antes de que participara en los asesinatos y no se supo nada de él hasta que se inmoló junto a otros responsables.
Otro caso fue el de Abdelkader el Farssaoui, más conocido como “Cartagena”. Imán de la mezquita de Villaverde desde el año 2002, se convirtió en confidente de la Policía –en algunos momentos también del CNI-, y colaboró durante años en la identificación de simpatizantes islamistas, entre los que estaban los autores materiales de la colocación de bombas en los trenes.
Ellos y algunos otros informadores hacen concluir a un miembro de los servicios de información de la Policía que en los meses previos al estallido de las bombas tenían controladas varias células islamistas.
“EL CHINO” Y LA GUARDIA CIVIL
Algo similar a la Policía y al CNI fue el trabajo de la Guardia Civil, aunque menor en dimensiones. Ellos siguieron a Jamal Ahmidan, alias “El chino”, que se había dedicado al tráfico de drogas y que en un primer momento no tuvo una relación directa con el terrorismo islamista. Posteriormente, se descubrió que fue un elemento activo en los atentados del 11-M en su versión de financiación. Acabó su vida inmolándose junto a seis compañeros en el piso de Leganés. “El chino” también fue controlado en algún momento por la Policía.
Todos estos datos dejan en evidencia que entre el CNI, la Policía y la Guardia Civil tenían controlados a todos los terroristas en mayor o menor grado. Y que si el atentado se llevó a cabo fue debido a una falta de coordinación entre ellos y a una mala interpretación de la información.
Además de la filtración que señalaba que Lamari estaba preparando un atentado, hubo otras pistas. Por ejemplo, el 18 de octubre de 2003, el emir de Al Qaeda, Osama Bin Laden, amenazó públicamente a España, como enemigo del islam, por su participación en la guerra de Irak.
A pesar de ello, horas después de la comisión del atentado, los informes del CNI y de la Policía no reflejaban la certeza de que hubiera sido obra del terrorismo islamista y se creía en la versión de ETA. Una versión que el director del CNI, Jorge Dezcallar, sostuvo durante 48 horas, según ha atestiguado el entonces presidente del gobierno, José María Aznar. Según parece, ni el espionaje masivo de la NSA consiguió ningún tipo de prueba sobre la autoría islamista. Aunque los policías sí que empezaron a creer en el ataque por motivos religiosos cuando a las pocas horas apareció el vehículo con cintas del Corán.
Todos quedaron en evidencia al no haber sido capaces de evitar los atentados y prueba de ello es que el nuevo presidente del gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, creó el 28 de mayo de 2004 el Centro Nacional de Coordinación Antiterrorista.

Esa medida se unió a otras. El CNI contrató centenares de agentes, la mayor parte de los cuales fueron destinados a la lucha contra el terrorismo islamista, algo similar, de menor dimensión, a lo que pasó en la Policía. Se pretendía poner la lucha contra este tipo de terrorista al nivel que debería haber estado antes del 11-M. Sus resultados han sido buenos.