viernes, 29 de noviembre de 2013

Todos los graves errores cometidos en el asesinato de los 8 espías del CNI en Irak (y II)

Los sangrantes trofeos en los que se habían convertido los espías españoles hicieron que aumentara el número de iraquíes de Latifiya que se congregaron allí. La policía de la localidad decidió comunicar lo que estaba pasando a los militares de Estados Unidos asentados en la cercana base de Mahmudiyah. El teniente coronel al mando envió una compañía con urgencia, aunque ya hacía tiempo que era tarde para los siete españoles.
Cuando llegaron y consiguieron acceder a la escena del ataque, lo que vieron quizás a ellos no les impresionó mucho, acostumbrados a los efectos malignos de los combates, pero a cualquier otro le habría dejado marcado para el resto de sus vidas. Los cuerpos de los siete agentes estaban llenos de sangre, algunos calcinados por el fuego y todos ellos habían sufrido el apaleamiento sin compasión por parte de los ciudadanos iraquíes. Apenas se les reconocía y varios de ellos, al menos, carecían de documentación, que había sido robada. Los soldados americanos cargaron los siete cuerpos y se los llevaron a su base.
Tiempo después, cuando la noche se había apoderado del cielo, pasaron por la zona los tres helicópteros Superpuma enviados por las tropas españolas estacionadas en Diwaniya. Descubrieron los restos quemados de los dos coches españoles pero no había nadie a quien salvar, ni siquiera cuerpos que recoger.
Siete españoles habían fallecido y uno había salvado la vida sin que desde la sede central del CNI en Madrid, dotada de los medios tecnológicos punteros, nadie fuera capaz de ayudarles directamente o de conseguir la colaboración de las fuerzas armadas aliadas. Los coches no llevaban una baliza para indicar su posición y algo había fallado en las radios para que no pudieran enviar sus coordenadas. Sin contar con que ocho espías estaban trasladándose por un país en guerra y nadie sabía en cada momento dónde estaban. Y lo que es seguro, es que en todo el mundo ningún grupo más en el CNI estaba pasando por una situación tan conflictiva.
Además, la coordinación entre los servicios de inteligencia aliados dejaba mucho que desear. Si hubiera existido, los espías estadounidenses habrían informado a los españoles que en ese mismo punto del mapa, unos días antes, un convoy de Global Security, una empresa americana concesionaria del Pentágono en temas de seguridad, había sufrido otro ataque.
30 horas después del atentado, los féretros de los siete agentes, acompañados por el superviviente Sánchez Riera, llegaron a la base aérea de Torrejón de Ardoz. En el Hércules del Ejército del Aire que les transportó, viajaban también el ministro de Defensa, Federico Trillo, y el director del CNI, Jorge Dezcallar, que se habían desplazado a Irak nada más conocer el fatal desenlace.
Dezcallar guardó silencio y Trillo no paró de explicar los datos que le llegaban del asalto. Un ataque aleatorio, la posibilidad de que les hubieran confundido con agentes de la CIA y una venganza perfectamente orquestada por la ayuda española a la invasión, fueron tres de los motivos que barajó.
A las siete de la tarde del domingo 30 de noviembre comenzaron los actos de despedida, controlados y restringidos en todo momento por el CNI, para que sus decenas de agentes que querían participar en el último homenaje a sus compañeros pudieran guardar la clandestinidad que acompaña ineludiblemente a su trabajo. Pero también hubo un número elevadísimo de militares, que habían compartido carrera con sus compañeros, que deseaban participar en su último homenaje.
Los más afectados eran los familiares, incapaces de creerse lo que había sucedido. Unos se habían despedido de sus maridos, hijos, padres o hermanos hacía menos de una semana y esperaban verlos al día siguiente. Iban simplemente a Irak de visita de reconocimiento. Otros, los seres queridos de los que llevaban más tiempo destinados en Irak, los habían visto hacía unas semanas o esperaban que volvieran de vacaciones próximamente. Todos sabían que tenían una profesión de riesgo, que apasionaba a la mayor parte de ellos. Que habían elegido voluntariamente ir y que su trabajo les hacía felices. Pero eso no les servía para evitar el dolor, aunque les daba orgullo para sentir que habían entregado la vida por esa España que tanto querían.
Hubo un pequeño acto de homenaje allí mismo y los cadáveres fueron trasladados posteriormente al Hospital Central de la Defensa, antes llamado Gómez Ulla, donde se les hizo la autopsia y se identificó con certeza quién era quién.
El dos de diciembre se celebró el funeral de Estado en la sede del CNI. Solo se permitió la asistencia de los familiares y de los amigos más íntimos, lo que obligó al resto a seguir el acto desde una sala cercana adaptada para el momento con una gran pantalla de televisión. Estuvieron presentes las principales autoridades del Estado, encabezados por los Reyes y el Príncipe, el presidente del Gobierno y varios ministros. Al finalizar la eucaristía, don Juan Carlos impuso a los fallecidos la Cruz Oficial de la Orden del Mérito Civil a título póstumo. Un momento emocionante que no lo fue para todos.
El motivo estaba en que los fallecidos eran militares y muchos de los allí presentes echaron en falta una condecoración militar. Esta llegó tiempo después y fue la Cruz al Mérito Militar con distintivo amarillo. Un reconocimiento escaso motivado por el hecho de que el Gobierno del Partido Popular defendía que en Irak no había guerra. Motivos políticos guiaron una decisión que fue corregido cuando el PSOE llegó al poder y el nuevo ministro de Defensa, José Bono, la sustituyó por la más lógica Cruz al Mérito Militar con distintivo rojo.
El cruel asesinato tuvo una gran repercusión en la opinión pública. Miles de ciudadanos acudieron espontáneamente a cualquiera de los lugares donde pudieran homenajear a los fallecidos. Así se vio en las puertas del hospital donde los cuerpos permanecieron muchas horas o en los funerales que las familias organizaron en sus ciudades natales tras el del Estado. Eran héroes que habían entregado sus vidas al servicio de España.
Esta actitud popular de dolor y las informaciones vertidas por los medios de comunicación pidiendo explicaciones de los asesinatos, llevó al ministro Trillo a anunciar que “los presuntos autores del ataque a los españoles fueron detenidos diez días después en una acción conjunta entre fuerzas de la coalición y la policía iraquí”. Trillo explicó en el Pleno Congreso de los Diputados que en Latifiya, lugar de atentado, habían sido detenidas 41 personas entre las que se encontraban los organizadores y los autores materiales de los asesinatos de los agentes españoles.
Pocas horas antes, el ministro había acudido a la Comisión de Secretos Oficiales del mismo Congreso, acompañado del director del CNI Jorge Dezcallar, para anunciar la detención en Bagdad de los cinco presuntos autores el 9 de octubre anterior de José Antonio Bernal, el viceconsejero de Información de la embajada en Irak.
Esa información le sirvió para salir del paso con efectividad, pero la realidad fue otra bien distinta. Las tropas de Estados Unidos habían organizado una operación en Latifiya contra grupos resistentes que atacaban organizadamente a todo lo que olía a occidental. Pero su objetivo no fue capturar a los que tendieron la trampa a los españoles, sino golpear a la resistencia. Nada sirvió posteriormente para explicar el ataque o identificar a los que empuñaron las armas, como queda demostrado en que los familiares de las víctimas no disponen, diez años después, de una versión real de por qué fueron atacados. Algo similar a lo que ocurre con los familiares de Bernal, el primer agente asesinado en Bagdad, que sin duda acabaron con su vida por el fructífero trabajo que estaba haciendo en Irak. Todos ellos siguen esperando una explicación, aunque ya siguen sus vidas sin esperarla.
Unos meses después, el 22 de marzo de 2004, soldados españoles destinados en Diwaniya detuvieron a Flayeh Abdul Zarha Anyur Al Mayali, que durante varios años había estado prestando servicios de traductor y de intermediario a Alberto Martínez, el jefe de la delegación del CNI desde el año 2000.
La historia demuestra que la traición puede apoderarse de cualquier alma y que demostrarlo puede ser harto complicado. Sin embargo, los hechos dejan más que dudas. Alberto Martínez fichó a Al Mayali como traductor mucho tiempo antes de que se iniciara el conflicto y no había nadie en Irak que fuese tan obseso de la seguridad como el español. El iraquí era profesor en la universidad de Bagdad desde 1996 y los dos se entendían a las mil maravillas. Martínez se defendía perfectamente con el árabe, pero Al Mayali le hacía cada día la traducción de los artículos interesantes de la prensa y de otros documentos que le pedía.
Tras el estallido de la guerra, Al Mayali siguió trabajando como informador para el CNI e hizo de traductor para periodistas españoles. Martínez confiaba tanto en él que no dudó en pedirle, tras la llegada de las tropas españolas, que se trasladara a Diwaniya para colaborar con los mandos militares españoles, que necesitaban a un traductor de confianza en su relación con las autoridades y empresarios locales. Al Mayali no solo cobraba de las tropas españolas, sino que se llevaba un porcentaje de las transacciones comerciales que llevaba a buen puerto.
Tras el asesinato de su mentor del CNI y de otros seis agentes, Al Mayali se sintió destrozado y así lo comprobaron todos los que en esos días tuvieron relación con él. Sin embargo, los investigadores del CNI en Irak consiguieron algunas pistas que hablaban de un comportamiento extraño del traductor y pidieron al general Fulgencio Coll, jefe de la Brigada Plus Ultra, que ordenara su detención. Así lo hicieron y lo trasladaron a la base de Diwaniya. Durante cuatro días fue interrogado por personal del CNI que no consiguió arrancar de él una confesión inculpatoria. Al Mayali denunciaría posteriormente que esos días le colocaron una capucha en la cabeza, le impidieron dormir y le sometieron a insultos e interrogatorios constantes. Un trato inhumano y degradante.
Pasados esos días, fue entregado a las autoridades estadounidenses, que le tuvieron once meses encerrado en varias prisiones iraquíes, entre ellas la de Abu Ghraib, tristemente famosa por las fotos difundidas mundialmente con las torturas a que sometían a los presos, y la de Um Qsar. Ni los españoles ni los americanos encontraron pruebas contra él y fue finalmente puesto en libertad sin cargos.   
Mandos del CNI contaron en algún momento a los familiares, en las reuniones que mantenían con ellos, que sospechaban que el traductor podía haber delatado a los agentes, pero con el paso del tiempo abandonaron esa versión. De hecho, antes de la detención de Al Mayali, el juez de la Audiencia Nacional Fernando Andreu decidió el sobreseimiento provisional de la causa abierta por el asesinato de los siete agentes. En su escrito especificaba que hasta la fecha –mediados de febrero de 2004- “no se ha llegado a determinar la identidad de las personas implicadas en los hechos descritos”. Las palabras rotundas de Federico Trillo en una entrevista concedida a El Mundo y publicada el 8 de diciembre de 2003, quedaron en nada: “Perseguiremos a los asesinos de los agentes del CNI hasta el fin del mundo”.
La parte de las investigaciones realizadas por el CNI que han podido ser conocidas y las realizadas por otros servicios y periodistas, han sacado a la luz algunos datos importantes. El primero es que el servicio secreto de Sadam Husein tenía puesto en el punto de mira a Alberto Martínez y a José Antonio Bernal, los dos agentes con los que habían mantenido estrechas relaciones durante la dictadura. Les conocían bien, habían creado lazos de confianza y tras la invasión de Estados Unidos descubrieron que les habían estado engañando y solo se podían fiar de los espías franceses y alemanes. Sentimiento similar al que albergaron algunas fuerzas de la oposición, especialmente los chiíes.
Por esta razón, fue un fallo clamoroso que habiendo sido asesinado Bernal en octubre, los mandos del CNI no ordenaran el inmediato regreso de Martínez. Y más cuando Carlos Baró, el jefe del otro equipo, informó al coordinador de la operación en Madrid, que Martínez era demasiado conocido en Irak y que peligraba la misión. Pero eso no fue todo: semanas antes del atentado, Martínez y su segundo, Luis Ignacio Zanón, empezaron a recibir llamadas amenazadoras.
En el CNI valoraron los riesgos, aunque primó la necesidad de obtener información: nadie conocía el mundo de las alcantarillas de Irak como Martínez y su papel para garantizar la seguridad de las tropas españolas lo consideraron insustituible.
Alberto Martínez consideró que los responsables del asesinato de su compañero y amigo José Antonio Bernal habían sido los seguidores chiíes de Muqtada Sadr. Y había advertido a sus jefes del nacimiento de un mando unificado de la resistencia, en el que estaban los extremistas suníes, los terroristas de Al Qaeda y los extremistas chiíes. Entre ellos y el servicio secreto de Sadam  estuvieron los responsables del atentado.
Los actos de homenaje a los caídos no pararon. El más emotivo para los familiares sucedió el 14 de julio de 2004, en la sede central del CNI en Madrid. Ese día, el ministro Bono inauguró un monumento, una llama de bronce colocada sobre un muro de acero con los nombres de los siete asesinados en Latifiya y Bagdad.

Antes de que se cumpliera el octavo aniversario de los asesinatos, el CNI abrió una nueva sala de operaciones con los más modernos medios tecnológicos. La bautizaron, junto con los familiares, como “Héroes de Irak” y dentro, distribuidos por las paredes, están las fotos de los siete agentes asesinados ese día y la de Bernal.

miércoles, 27 de noviembre de 2013

Décimo aniversario del asesinato de 8 espías del CNI en Irak: lo que realmente pasó (I)

-La llamada de auxilio de los 8 agentes la recibió en Madrid  el jefe de la operación mientras compraba en unos grandes almacenes. No había previsto un plan de respuesta.
-Zanón pudo escapar, pero prefirió quedarse en el lugar de la emboscada junto a Merino, que estaba muriéndose.
-Cerca del lugar del ataque había un cuartel de las tropas de EE.UU. Acudieron cuando todo había pasado.
-Los helicópteros de las tropas españolas hicieron presencia cuando ya no estaban ni los cuerpos de los espías.
-Nadie avisó a los espías españoles de que en ese mismo lugar, unos días antes, había habido otro ataque similar.
-El ministro Trillo anunció la detención de los responsables del ataque. La realidad es otra: nadie sabe por qué pasó y quienes dispararon.
-El servicio secreto de Sadam buscaba vengarse de los españoles, pues se sentían engañados por ellos.

El mayor drama que ha sufrido el servicio secreto español en sus 50 últimos años de historia –llámese SECED, CESID o CNI- tuvo lugar el 29 de noviembre de 2003 en Irak. Siete agentes fueron asesinados en una emboscada y uno consiguió huir. El episodio más negro del espionaje, cuya herida todavía permanece abierta, comenzó tres días antes, el 26 de noviembre.
Cuatro españoles llegaron ese día a Bagdad: José Merino, José Carlos Rodríguez Pérez, José Lucas Egea y José Manuel Sánchez Riera. Como eran espías –ellos prefieren llamarse agentes de inteligencia-, viajaban de paisano y nada hizo que despertaran la atención entre la población local. Su equipaje era escaso porque no llegaba a una semana el tiempo que debían permanecer en el país. Era el viaje de conocimiento del terreno previo a la misión que comenzarían a desempeñar a principios del año siguiente. Llevaban un tiempo haciendo el curso previo en la sede central en Madrid para conocer todo lo relacionado con el conflicto y para poder desenvolverse en una situación hostil –funcionamiento de los equipos, autoprotección, conducción evasiva, tiro, fotografía, comunicación o aprendizaje del árabe-.
Merino y Egea partieron inmediatamente a la base de las tropas españolas en Nayaf, acompañados por los dos hombres a los que relevarían en el futuro, Alberto Martínez y Luis Ignacio Zanón. Rodríguez y Sánchez Riera lo hicieron a la otra base, en Diwaniya, guiados por Carlos Baró y Alfonso Vega.
Ese día lo dedicaron a descansar y a conocer a los mandos militares españoles que habían llegado hacía unos meses como contribución del gobierno español a la posguerra iraquí. Antes de la invasión de Estados Unidos, apoyada como siempre por Gran Bretaña, únicamente había un equipo español destinado en Bagdad integrado por Alberto Martínez y José Antonio Bernal, que había sido asesinado en la puerta de su casa el 9 de octubre. Tras la decisión de intervenir del presidente Aznar, el CNI envió otros dos equipos, con una misión prioritaria de contrainteligencia, para cuidar a los soldados españoles.
Los agentes que estaban sobre el terreno debían ayudar a sus futuros relevos a que se empaparan del clima en que tendrían que trabajar en el país. Por eso, los dos siguientes días les llevaron por las provincias en que realizarían su trabajo, poniéndoles en contacto con algunas de sus fuentes y enseñándoles un poco los pueblos y las costumbres.
La seguridad siempre regía cada uno de sus movimientos. No eran soldados que cuando salían fuera de sus cuarteles iban en patrulla vestidos con sus uniformes y todo tipo de armas dispuestas para abrir fuego. Eran espías que se hacían pasar por civiles, que si hacía falta se vestían con túnicas idénticas a las de los árabes, sin ninguna protección fuera de la pistola que llevaban escondida. Nadie en Irak conocía sus movimientos y en Madrid la única persona que lo sabía era su jefe directo, el teniente coronel Jorge. Este mando hablaba con frecuencia de ellos como de sus chicos y lo controlaba todo personalmente. Hasta el punto de que el contacto directo en caso de emergencia era un número de teléfono por satélite, cuyo aparato lo llevaba Jorge a todas partes.
El sábado 29 de noviembre, según el plan previsto y aprobado por Jorge, los ocho agentes fueron de visita conjunta a Bagdad, donde les esperaban los dos integrantes del equipo que estaban destinados en la ciudad. Allí visitaron a los funcionarios españoles de la Administración Provisional de la Coalición, se acercaron a Camp Victory para acreditar a los nuevos ante el servicio de inteligencia militar de Estados Unidos, saludaron a los funcionarios de la Embajada española y fueron a comer a la residencia del encargado de negocios. Allí acabaron con un café y una copita, antes de emprender el regreso a sus respectivas bases.
Su estado de ánimo era muy alto. El de los que llevaban meses porque la presencia de los nuevos les había traído un chorro de aire fresco. El de los que iban de visita, porque habían tenido la sensación de compartir un día de fiesta con viejos amigos. Un día en el que aprovecharon para hacerse fotos todos juntos como recuerdo de su estancia en el que era el país más conflictivo del mundo.
Un rato antes de lo previsto, los ocho se montaron en sus dos todoterrenos, un Nissan Patrol blanco y un Chevrolet Tahoe azul. Ninguno de los coches estaba blindado. Alfonso Vega, un brigada con 13 años de experiencia en la elitista División de Acción Operativa y experto en conducción evasiva, había mostrado en diversas ocasiones a los jefes su oposición a recibir coches blindados alegando que pesaban mucho y que con ellos no se podía coger velocidad en caso de emergencia.
Cada equipo de relevo se subió al vehículo del equipo titular, aunque con una disposición distinta. Alberto Martínez, el comandante que llevaba tres años en Irak y era el que mejor conocía el país, se puso al volante del suyo, con el comandante Merino, el que le relevaría en enero, a su lado. Detrás de Martínez iba Egea, el suboficial del relevo, y junto a él Zanón, el sargento primero.
En el otro coche iba al volante Vega, el brigada experto en conducción que había bregado contra el terrorismo de ETA y de los islamistas. Junto a él su comandante Carlos Baró, otro miembro de la unidad operativa. Detrás de ellos iban los nuevos: el comandante Rodríguez y el sargento Sánchez Riera. Antes de salir, Vega les dijo a los demás: “Poneos el cinturón de seguridad porque si tengo que dar un volantazo para evadirnos, más vale que estéis bien agarrados al asiento”.
Les esperaban 200 kilómetros hasta sus destinos. Podían haber viajado por separado, pero habían acordado con Jorge que harían el trayecto juntos porque así tendrían más posibilidades de hacer frente a un ataque. Durante el viaje se comunicaron periódicamente por los teléfonos de satélite Thuruya que llevaban para comprobar que todo iba según lo previsto.
Unos cuarenta minutos después de salir de Bagdad -eran cerca de las 3,10 de la tarde-, pasaron por Mahmudiyah, donde estaba el mando de la III Brigada del 505 Regimiento de la 82 División Aerotransportada de Estados Unidos. Tuvieron que reducir la marcha para atravesar la población. De hecho, en cuanto dejaron atrás los edificios volvieron a aumentar la marcha a una velocidad cercana a los 120 kilómetros por hora.
Diez minutos después, nada les hizo temer por su seguridad. No se esperaban que tras el coche que conducía Vega, que iba siguiendo a unos centenares de metros al de Martínez, apareciera un Cadillac blanco que se le pegó primero y al poco hizo una extraña maniobra de adelantamiento acompañada del fuego de los fusiles que empezaron a disparar varios de sus cinco ocupantes.
Vega instintivamente inició una maniobra evasiva y alertó a los que viajaban en el coche con él: “preparaos que vienen a por nosotros”. El agente especial pisó el acelerador, evitó la primera embestida y consiguió evadirse de sus perseguidores. A toda velocidad adelantó al coche de sus compañeros para avisarlos del ataque y ganar tiempo para situarse en posición de tiro lateral, algo que no consiguió.
Todo ocurrió con la velocidad inusitada de lo imprevisto, muchas veces imaginado, pero nunca en el mejor momento para defenderse. El todoterreno conducido por Martínez apenas tuvo segundos para reaccionar. Los terroristas tenían dos objetivos para frenar su huida: matar al conductor y pinchar las ruedas. La sorpresa colaboró con ellos y cumplieron desgraciadamente su objetivo. Alberto Martínez fue el primero en morir y José Lucas Egea recibió un tiro en la cabeza, los dos que ocupaban posiciones en el lado izquierdo del coche, el más próximo a los disparos. Las ráfagas de Kalashnikov destrozaron también las ruedas, que una vez reventadas llevaron al coche a parar de mala manera en el arcén, gracias a los movimientos rápidos con el volante del comandante Merino, que estaba sentado en el puesto de copiloto.
El sedán blanco, con un motor potentísimo, no frenó su ataque y persiguió al otro todoterreno, al que dio caza de la misma forma, consiguiendo idéntico resultado: asesinaron al conductor Alfonso Vega e hirieron al comandante José Carlos Rodríguez en el estómago. El coche se quedó sin mando, se salió por el arcén  y cayó en una hondonada enfangada, donde quedó atrapado.
El coche de los atacantes frenó en seco en mitad de la carretera y sus  ocupantes continuaron disparando sus armas. Desconocían los resultados de su primera embestida y esperaron para rematar a los agentes españoles.
En el interior de los dos todoterrenos la escena era cruel. Los cuatro que no habían sufrido daños actuaron sin pensárselo. Saltaron de los vehículos y repelieron la agresión con sus pistolas, lo que hizo retroceder a los atacantes, que abandonaron la escena del ataque y se perdieron en Latifiya, una ciudad aneja al lugar de la agresión.
Merino, en el coche más atrasado, le pidió a Zanón que le ayudara a sacar el cuerpo del fallecido Martínez para pasarlo a la parte trasera, junto al malherido Egea. Después Merino se puso al volante. Con la escasa velocidad que le permitió tener dos ruedas pinchadas, llevó el vehículo lentamente al encuentro del otro, encasquetado en una especie de agujero, para reagruparse.
Al llegar se encontraron con una escena similar a la suya: un muerto y un herido. Baró, un valiente comandante formado en operaciones especiales, tomó el mando con la naturalidad del hombre capacitado para el combate y comenzó a impartir órdenes. Dejó a los heridos en los coches en que viajaban y llamó a Madrid para que les mandasen desde la brigada española varios helicópteros de ayuda.
Marcó el número de teléfono del teniente coronel Jorge, su jefe directo, quien tenía un Thuruya vía satélite como el suyo.
-¡Mierda nos han atacado! –gritó Baró-. Tenemos por lo menos dos muertos. Avisa a la brigada, que manden helicópteros.
La tensión era palpable en el experto comandante, que sabía la importancia de actuar con rapidez. No sabía si los atacantes regresarían, pero ellos solos no podían salir de allí. No, al menos, sin dejar atrás a los heridos, algo que no se le pasó por la cabeza ni a él ni al resto de agentes.
La tensión también era evidente en el receptor de la llamada, que en ese momento –sábado- estaba en El Corte Inglés de compras. No había plan de respuesta frente a un ataque, solo que indicaran su posición exacta para mandar refuerzos. Pero la comunicación se cortó. Quizás porque no había cobertura en los grandes almacenes, quizás porque en ese momento se produjeron nuevos disparos contra los espías españoles.
Los atacantes se habían guarnecido en dos casas bajas que había cerca del terreno en que están los dos coches destrozados. Esta vez el fuego no se limitó a los fusiles Kalashnikov, sino que utilizaron ametralladoras y lanzagranadas.
Baró sacó el único subfusil que tenían y repitió la llamada al coordinador en Madrid.
-¡Mierda hay cuatro muertos… o tres! Te damos nuestras coordenadas”
Sin pensárselo dos veces, le pasó el Thuruya a Zanón, quien había buscado las coordenadas. Pero no pudo hacerlo porque la comunicación nuevamente se había cortado. Desde el otro lado, el teniente coronel Jorge se sintió impotente y enormemente preocupado por el sonido de los intensos disparos. Entre las dos llamadas había hablado con la sede central del CNI, pero nadie podía hacer nada sin esas coordenadas. No sabían dónde estaban, así que decidieron enviar a los helicópteros de la brigada española para que les buscaran a ciegas.
Mientras, los cuatro militares que seguían en perfecto estado se movían para buscar una salida. Baró se parapetó en el suelo, próximo al coche estancado en el fango. Había detectado a los dos grupos que les estaban disparando desde las casas y comenzó a devolverles el fuego. Antes, tras la muerte de Egea, había ordenado a Zanón y a Sánchez Riera que se reunieran con Merino, que estaba en el coche aparcado en la carretera acompañando al malherido Rodríguez.
Los dos subieron el pequeño talud, cubiertos por los disparos de Baró, que había empezado a economizar balas, pues desconocía cuánto tiempo podía durar el asedio. Se reunieron con Merino y hablaron sobre cómo salir de la trampa. Rodríguez perdía la vida al poco de contrastar los tres agentes que no había salida posible. Solo quedaban cuatro.
Baró fue alcanzado por el fuego enemigo y murió. Poco después fue Merino el que resultó herido en el brazo izquierdo. Zanón se parapetó tras una de las ruedas del coche con Merino en sus brazos y una de sus manos taponando el agujero de bala. En la otra rueda estaba Sánchez Riera, cuya pistola se había encasquillado.
Mientras todo esto ocurría, los coches habían seguido circulando por la carretera con una frialdad pasmosa, algo habitual en un Irak acostumbrado a vivir en guerra y a los enfrentamientos entre los distintos sectores. De hecho, el tráfico se había colapsado por el deseo de los conductores de asistir al espectáculo que se estaba desarrollando.
La situación sin duda tenía de los nervios a los agentes que habían sobrevivido hasta ese momento. Zanón y Sánchez Riera, con Merino herido de muerte, descubrieron en ese momento que no iban a poder escapar con vida. Debieron ser momentos muy duros, en los que Zanón, un militar sin una preparación guerrera, optó por quedarse con su compañero herido aún a sabiendas de que eso le supondría la muerte y gastar las pocas balas que le quedaban. Sánchez Riera, por el contrario, optó por la huida.
Cruzó al otro lado de la carretera y se escondió en unos matorrales, alejados del fuego enemigo. Con lo que no contaba era con que los iraquíes que habían parado sus coches para contemplar la escena se acercaran a él e intentaran lincharle. Eran hombres y niños que acababan de salir del oficio religioso y se encontraban con unos extranjeros enfrentados a gente de su raza. Le arrancaron la cadena de la virgen que llevaba al cuello, le quitaron la pistola e intentaron matarle con ella, aunque no lo consiguieron gracias a que  estaba estropeada. Entonces le golpearon, le patearon, le insultaron. Algunos intentaron atarle las manos para meterlo en un coche y llevárselo.
Sánchez Riera fue consciente de que le iban a matar, no podía hacer nada para defenderse. Se limitó a esperar a que acabaran con él. Pero la suerte que no habían tenido sus siete compañeros le sobrevino a él. Un hombre bien vestido acercó su cara a la suya e hizo exageradamente el gesto de besarle. La turba se frenó. El hombre, un notable de la zona al que la mayoría conocía, había hecho el gesto de amistad para que todos supieran que estaba bajo su protección.
Los mismos que un momento antes le golpeaban ahora le ayudaron a levantarse y le metieron en un taxi salvador. En una corta carrera, se cruzó con tres coches de la policía local, los paró y le trasladaron a la comisaría de Latifiya. Al pasar por delante del lugar del atentado, vio los cuerpos de Zanón y Merino tirados junto al coche aparcado en la carretera.
Y vio también que una turba enloquecida estaba junto a los vehículos, en lo que se había convertido en una manifestación espontánea. Una manifestación que no se limitaba a gritar contra la invasión extranjera. Un equipo de la cadena de televisión Sky News pasó casualmente por allí, se bajaron del coche y el cámara grabó una escena que daría la vuelta al mundo. Un joven, cercano a la pubertad, pisaba con rabia el cuerpo de Luis Ignacio Zanón, el espía que se negó a huir por no abandonar a su compañero herido, mientras con los dedos de la mano derecha hacía la uve de la victoria. Otro chico aparecía detrás dando patadas al cuerpo sin vida del agente. Otros, de edad similar, aparecían rodeando otro cadáver y al ver la cámara imitaban el signo de la victoria. La imagen siguió después a la gente que pasaba por allí y a los coches que circulaban, sin darle la más mínima importancia a que siete hombres occidentales vestidos de paisano yacieran muertos, con el pecho ensangrentado y el cuerpo destrozado. Los periodistas tuvieron que dejar de filmar y salir corriendo cuando la turba la tomó con ellos.

No obstante, hicieron más que los militares polacos pertenecientes a la División Centro-Sur –la misma que la de los soldados españoles-, que pasaron por allí unos minutos después. Los integrantes de la columna contemplaron los cadáveres tirados, pero como no llevaban uniforme ni se pararon a interesarse por lo que había pasado. Un pasotismo desgraciadamente inherente a las guerras, en la que no se presta atención a lo ajeno. (Mañana fin del relato)

jueves, 21 de noviembre de 2013

La triquiñuela de la NSA para espiar a estadounidenses e ingleses

No es como lo cuenta "The Guardian". Dicen que de los papeles que les entregó Snowden -el técnico de la NSA que se llevó miles y miles de datos de la agencia- se demuestra que el Cuartel General de Comunicaciones del Gobierno (GCHQ) autorizó a sus colegas de la NSA a llevar a cabo el espionaje masivo contra sus ciudadanos. Es decir, a intervenir teléfonos e Internet para guardar información no solo de sospechosos de haber cometido algún delito, sino de ciudadanos en general.
Habría que preguntarse quién narices es la GCHQ para autorizar el espionaje a los ciudadanos británicos, pero ese es otro tema bien distinto, que nos llevaría a la triste conclusión de que los espías se creen que son los guardianes y dueños de nuestros vidas.
Pero decía que la noticia no es como nos la cuentan. Estados Unidos acumula información sobre ciudadanos de todo el mundo, incluidos los pertenecientes a la red Echelon -Gran Bretaña, Australia, Nueva Zelanda y Canadá- porque disponer de esa información es algo que interesa especialmente a los servicios secretos del mismo país.
El método de funcionamiento es el siguiente: como Gran Bretaña o Estados Unidos no pueden espiar en sus territorios sin un control judicial mínimo -si lo hacen y les pillan, ya pueden ponerse a rezar-, lo que hacen es pedirles a sus socios que ejecuten el espionaje que a ellos les interesa y que luego les remitan discretamente una copia. Así nadie comete una ilegalidad -no lo es robar datos en el extranjero-, pero disponen de la información que necesitan.
Un ejemplo: Gran Bretaña quería conocer las conversaciones de Lady Di cuando había dejado de ser princesa y estaba liada con varios árabes, entre ellos Dodi Al Fayed. Como el GCHQ no podía espiarla sin meterse en líos, se lo pidió en secreto a la NSA, que registró la orden. Cuando se descubrió el pinchazo, no hubo problemas en Inglaterra porque ellos no tenían nada que ver, habían sido los estadounidenses.

jueves, 14 de noviembre de 2013

"Lobo": "Había que decapitar a ETA" (Y IV)

Tras la caída de varios etarras en una operación policial conjunta en Madrid y Barcelona, Mikel Lejarza estuvo varios días sin dar señales de vida en uno de los pisos que le había facilitado el SECED. Después llamó a la casa de “Ezquerra”, en Francia, contando que había conseguido escaparse de la redada.

“No me dio la sensación de que estuvieran especialmente mosqueados conmigo. Me dijeron que aguantara y que continuara creando infraestructura porque vendría más gente. En septiembre me avisaron que llegaban nuevos comandos y con ellos parte del comité ejecutivo para dirigir las operaciones directamente. Tenía que encontrarlos en Barcelona. La primera cita fue con “Montxo” al lado de una estación de metro. Tuvo mucha alegría al verme de nuevo. Fuimos a buscar a “Apolonio” y terminamos reuniéndonos con “Ezquerra” y “Yon” en la cafetería “La Oca”, de Diagonal. Me responsabilizaron de conseguir los billetes para trasladarnos a Madrid rápidamente. No puse pegas”.

El relato de “El Lobo”, en una larga conversación con Xavier Vinader, se quiebra cuando recuerda que los del SECED deciden sacarles los billetes pasando por Valencia.

“No tuvieron en cuenta que llegábamos por la noche y el próximo tren hacia Madrid no salía hasta las siete de la mañana. Cuando me presenté con los billetes y se lo expliqué a los etarras no les hizo nada de gracia. Durante el viaje empecé a percibir un brillo raro en los ojos de “Ezquerra” y me puse muy nervioso por los constantes paseos de “Carlos” y los demás del SECED que viajaban en el vagón contiguo. Al llegar a Valencia, “Ezquerra” ordenó que alquiláramos un taxi y fuéramos directamente a Madrid. Durante el viaje, el taxista contó que tenía un familiar en la Guardia Civil y no paraba de criticar a ETA. Todos poníamos cara de circunstancias”.

Al llegar a Madrid el tema se calmó y se distribuyeron por los pisos alquilados por el SECED llenos de “canarios”, que ellos consideraban seguros.

“Sólo cuando llegaron a Madrid otros dos nuevos, “Neruda” e Ibarguren, me di cuenta que estaban realmente suspicaces conmigo. Empezaron a decirme que teníamos que ir a hablar a un lugar tranquilo de las afueras y temí lo peor. Pero como iba armado, me dije que no caería solo. Hicimos un largo recorrido en coche y finalizamos en una terraza solitaria en el parque del Oeste. En cuanto nos sentamos, “Montxo” me dijo que la BBC había informado que las caídas que estaba sufriendo ETA se debían a la labor de un infiltrado denominado “El Lobo”. Se sospechaba que podía ser yo. Fue como un mazazo que me pilló de sorpresa, pero me limité a poner cara de sorpresa y no perdí la calma. Seguramente fue aquello lo que me salvó. Acto seguido saqué las dos pistolas que llevaba encima y se las entregué a “Ezquerra” alegando que, después de todo lo que me había tocado pasar, ahora me venían con esa historia. Entonces empezaron a calmarme y a quitarle hierro al asunto. Podía volver a Euskadi norte hasta que despejaran las dudas o quedarme con ellos sin libertad de movimiento. Opté por lo segundo alegando que quería probar mi buena fe. Era necesario que viajara a Barcelona para encontrarme con “Apolonio” y luego volvería a Madrid para integrarme definitivamente en el grupo”.

“Estaba dispuesto a seguir, pero los superiores del SECED dieron una orden tajante: había que cortar la operación y decapitar a ETA de un solo zarpazo. Cuando fui a Barcelona para encontrarme con “Apolonio”, junto al museo de Cera, sabía perfectamente que era mi última cita con la organización. Aquella noche los del SECED me llevaron al Hotel Colón y me dijeron que durante la madrugada se producirían las detenciones de todos los etarras controlados tanto en Madrid como en Barcelona”.

La banda terrorista ETA casi desapareció dentro de España.

“La operación fue un éxito bastante notable porque desarticulamos a todos los comandos, abortamos el intento de la primera fuga de la cárcel de Segovia y cantidad de acciones previstas, como el secuestro del conde de Godó, el propietario del diario “La Vanguardia”. Al día siguiente, todo eran risas y felicitaciones. Me escoltaron hasta el aeropuerto, me metieron en un avión con “Carlos”, y una vez en Madrid me confinaron en un apartamento de la calle Galileo con la prohibición de salir por ningún motivo”.

35 años después de aquella valerosa acción, en un acto íntimo, el director del CNI le impuso una condecoración por los servicios prestados durante toda su vida. Porque a pesar de ser desconocidos, “El Lobo” nunca ha parado de trabajar para los servicios de inteligencia.

lunes, 11 de noviembre de 2013

El espionaje invisible de Alemania y España en Castilla-La Mancha

Angela Merkel se ha quejado del espionaje de Estados Unidos y Rajoy, aunque menos, también ha lanzado algunos dardos contra ellos. Alemania y España son dos buenos ejemplos de países que han utilizado potentes medios tecnológicos para conseguir información de sus enemigos.
Hace ya muchos años, en la época de Franco, instalaron de forma discreta en Castilla-La Mancha, cerca de Manzanares el Real, el Centro de Estudios de Propagación Radioeléctrica, nombre extraño que sirve como pantalla de un centro de escuchas que nació como un proyecto de espionaje hispano-alemán, pero que en los últimos años se ha volcado más del lado hispano.
El acceso en mitad del campo está limitado con grandes cercas, que alejan a los curiosos que pasan por allí en coche del centro de escuchas, instalado bajo tierra, aunque algunas de sus numerosas antenas pueden detectarse desde el aire.
Con una tecnología ultra moderna guardada en el más absoluto secreto, intercepta de forma sistemática miles y miles de conversaciones telefónicas y por radio, seleccionadas en base a números y personas concretas y a un largo listado de palabras clave que recogen los temas de interés para la seguridad de España.
Las prioridades de este oculto centro de escuchas son la persecución de cualquier atentado contra la seguridad nacional, procedente de traficantes de armas, seres humanos o drogas, y el control de las actividades de servicios secretos extranjeros en nuestro territorio. También otras misiones internacionales que desconocemos.

Una muestra de que España y Alemania, como el resto de países importantes del mundo, hacen todo lo que pueden y más en el tema del espionaje.