miércoles, 23 de diciembre de 2015

Juan Pujol, el espía "Garbo", se merece una calle en Madrid o en cualquier ciudad

El Ayuntamiento de Madrid quiere suprimir la calle de Juan Pujol, una persona al servicio de los militares franquistas durante la Guerra Civil, y los redactores de la noticia le confundieron con Juan Pujol, "Garbo", el gran espía español en la Segunda Guerra Mundial. Creo que sería una buena idea dedicarle la calle vacante, es uno de los muchos espías que se lo merecen. Este es el relato de su hazaña.

Calificado como el mejor espía de la II Guerra Mundial, la vida como doble agente de Juan Pujol ha llenado páginas y páginas de periódicos, reportajes en cine y televisión —uno de ellos premiado con el Goya de la Academia de Cine de España—, y son incontables los libros en los que ha aparecido. Como era inevitable, por justicia, que estuviera en la lista de los veinticinco mejores agentes dobles, buceé en todos los aspectos extraños que rodearon su actuación y no le impidieron encumbrarse merecidamente al Olimpo de los espías, donde ocupa un trono junto a coetáneos como Kim Philby, quien por cierto fue uno de sus descubridores.
El primer misterio en la vida de este catalán, importante para entender su personalidad, reside en el papel, nunca suficientemente explicado, que desempeñó en la Guerra Civil española. Peleó activamente a favor de los dos bandos con una convicción que o bien era una patraña para sobrevivir, o bien era una muestra de inmadurez de quien había nacido en una familia que el espiólogo Domingo Pastor Petit define como «acomodada, con profundos sentimientos liberales, religiosos y un afán de paz universal y tolerancia».
Juan nació en febrero de 1912, por lo que cuando empezaron los combates tenía veinticuatro años, una madurez que en lo ideológico aparece suficientemente asentada. Fue el desarrollo de la guerra el que le iba mostrando que no merecía la pena defender los extremismos por los que pegaba tiros. Cogió tirria al franquismo y a la Alemania nazi que le impulsaba y apoyaba, aunque guardaba el mismo sentimiento por el comunismo que deseaban implantar muchos de los republicanos y la URSS, que les respaldaba. Trampeando, mintiendo, echándole cara, consiguió sobrevivir al caos de la guerra que dejó una España desolada en 1939. El matrimonio con Araceli González, que se enamoró de un hombre divertido, parlanchín y osado, le permitió sumar al escaso sueldo de cualquier trabajo que saliera —gerente de una granja de pollos, conserje de hotel— una estabilidad que él nunca buscó.
Las películas en blanco y negro de espías capaces de conseguir cualquier objetivo con métodos sorprendentes e increíbles para la época acrecentaron la imaginación de un Juan Pujol que se había construido un mundo de fantasía en el que había conseguido incluir a su enamorada mujer. Un mundo en el que él sería el héroe que salvara a las naciones del peligro nazi. Pujol era como un feriante de esos que viajaban de pueblo en pueblo vendiendo cualquier cosa a gente sin educación ni dinero, pero que atraídos por sus palabras envolventes y soñadoras entregaban lo poco que poseían a cambio de esa delgada manta con la que nunca volverían a tener frío o ese remedio casero, guardado en un frasco, de un doctor con nombre eslavo capaz de curar cualquier dolencia que atacara a un miem- bros de la familia.
Tras acabar la guerra Pujol empezó a creerse que si la Alemania nazi fracasaba los Aliados atacarían España, quitarían a Franco e impondrían la libertad y la democracia. Convenció a su mujer de que él podía convertirse en agente secreto al servicio del Reino Unido, el único país no comunista en Europa que él veía con capacidad para acabar con Hitler. ¿Era Juan Pujol en aquel momento un loco? Sin duda, sus ideas y planteamientos carecían de lógica. Era un soñador que creía conocer las técnicas del espionaje gracias a unas cuantas películas que había visto. De traición sí que sabía, puesto que había cambiado de bando durante la guerra y había tenido la experiencia de conseguir convencer de su honestidad a quien tenía motivos para no hacerlo. La ventaja era que tenía una mujer que le ponía ojitos cada vez que le contaba sus sueños de una vida arriesgada haciéndose pasar por agente nazi y facilitando información a los Aliados a través de los ingleses.
Influyó en su determinación la mala vida que llevaba tras el final de la Guerra Civil, igual que la inmensa mayoría de los españoles. Sus sueños le alejaban de la miseria y las incomodidades, le permitían escapar de su cruda realidad y le transportaban a kilómetros de distancia en un viaje de ensueño. Sin el más mínimo conocimiento de espionaje, sin haber trabajado durante la Guerra Civil en un destino relacionado con la inteligencia, sin estar metido en el mundo nazi o tener amigos cercanos a esa ideología... Es decir, sin tener capacidad para introducirse en el mundo de los diplomáticos alemanes o de la administración del general Franco era de locos ofre- cerse a la embajada inglesa en Madrid para convertirse en doble agente. Una lógica aplastante que Juan Pujol no quiso ver.
A mediados de 1940 se presentó en la delegación que todavía hoy sigue instalada en la calle de Fernando el Santo de la capital y ofreció sus servicios. El diplomático que le recibió, imagino que de muy bajo rango, no le prestó la menor atención, mantuvo las distancias y se limitó a decirle, según cuentan algunas historias, que ellos no se dedicaban a esos menesteres del espionaje. Es fácil deducir que cuando Juan Pujol abandonó la sede diplomática el hombre que le recibió escribiría en algún trozo de papel que su visitante estaba mal de la cabeza, que era uno de esos españoles capaz de cualquier cosa por ganar algo de dinero o, incluso, que podría ser una trampa de la Abwehr, el servicio secreto alemán. Un neófito del espionaje, debió de pensar el súbdito inglés, quiere convertirse en agente alemán y pasar- nos todo lo que robe.
El fracaso fue para Pujol como un jarro de agua helada que le arrojaran sobre la cabeza. No había pensado ni por un momento que los ingleses fueran tan torpes como para no aceptar su plan genial. Se deprimió por el desprecio que sintió, aunque después se convenció de que ellos eran los que habían cometido el error. Él se encargaría de mostrarles de lo que era capaz.
Su siguiente paso fue presentarse en la embajada alemana. Siguió los mismos pasos que en la británica: preguntó por un responsable de los servicios de información. En este caso su osadía obtuvo recompensa, quizás porque los nazis se movían en España con mucha mayor tranquilidad que los ingleses debido a la afinidad ideológica y el apoyo de Franco. En unos minutos Pujol se encontró en una pequeña sala con un militar alemán que se presentó como «Federico» y cuyo verdadero nombre era Gustav Knittel. Allí, sin un asomo de duda, el español desplegó todas sus dotes de seductor y mentiroso compulsivo. El agente de la Abwehr no tardó mucho en darse cuenta de sus nulos conocimientos sobre espionaje, pero se sintió atraído por sus capacidades humanas. Era un apasionado simpatizante nazi, de eso no le cabía duda, y si le daba la formación adecuada quizás tendría suerte en el Reino Unido y podría surtirle de una información de la que escaseaba el alto mando nazi.
Las reuniones se prolongaron hasta que Federico decidió ofrecerle la formación adecuada y el dinero necesario para que llevara a cabo su des- embarco informativo en el Reino Unido. Le enseñaron el manejo de la radio para transmitir mensajes en zona enemiga, el uso de la tinta simpática y cómo captar colaboradores que le facilitaran información. Final- mente le bautizaron como «Arabel», el nombre en clave que debería utilizar en todas sus comunicaciones cifradas.
¿En qué se basó la apuesta de Federico por Pujol? ¿Cómo creía que un hombre que no hablaba inglés sería capaz de montar una red de colabora- dores en Londres? La respuesta solo puede estar basada en la fe ciega o el engaño. El oficial de la Abwehr pudo creerse las historias del vendedor de feria, pero lo del idioma parece difícil de ocultar. Sin duda conseguir un agente español con las cualidades humanas que vio en Pujol era para él suficiente para correr el riesgo, tampoco muy elevado. El dinero no era problema y el tiempo dedicado a su formación tampoco. Si le pillaban, la pérdida sería escasa, incomparable con las ventajas de la información que podía conseguir. En este episodio cualquier especialista en inteligencia afirmaría que la actuación más cercana a la lógica fue la de la embajada del Reino Unido y no la de Alemania.
En 1973 Sefton Delmer escribió por primera vez sobre Pujol, sin dar su nombre auténtico y falseando el alias que le había puesto la Abwehr («Cato» en lugar de Arabel) y cambiando el nombre de Federico. El conjunto de la historia, sin duda filtrada con la autorización y control del MI5 inglés, incluía una enorme falsedad: antes de partir hacia Portugal para ini- ciar su misión, Pujol se puso nuevamente en contacto con la embajada inglesa y estos aceptaron colaborar con él. Una mentira que intentaba, años después, tapar el supuesto gran fallo que supuso que los ingleses no creyeran a Pujol. Un fallo que, explicadas las circunstancias de su actuación, fue consecuencia de un comportamiento bastante coherente con cualquier manual de inteligencia.
Pujol partió a Portugal, acompañado de su mujer e hijos, con el dinero que le entregó Federico, para desde allí intentar entrar en Gran Bretaña. El agente español de la Abwehr tenía como objetivo funcionar durante un tiempo para los alemanes y luego volver a acercarse a los ingleses, esta vez con las manos llenas. En Portugal se asentó primero en Cascais y más tarde en Estoril. Buscó una casa donde vivir escondido y desde la que pudiera hacer creer a los alemanes que vivía en el Reino Unido. Desde allí les enviaba la correspondencia a un distrito postal pactado en Lisboa. Situación complicada en apariencia, pero sencilla para él. Lo que más le costaba era mandarles información operativa sobre lo que pasaba en el Reino Unido con detalles y datos concretos verosímiles.
Nada más llegar a Portugal se había comprado toda la información que pudo encontrar sobre Gran Bretaña: guías de carretera, mapas... Acudía a la biblioteca de Lisboa en busca de libros sobre las costumbres de los ciudadanos ingleses e indagaba en los detalles de su historia. Con esa bibliografía no muy abundante apareció el espía genial, el gran embaucador: partiendo de la información genérica que Federico le había anunciado que podría interesarles, discurrió las fases de un plan para conseguir entusiasmarles con su trabajo. Primero simuló llegar sin muchos problemas a Inglaterra. Luego buscó un trabajo que le sirviera como tapadera en las afueras de Londres y más tarde comenzó a enviar información y a buscar colaboradores. Todo sin prisa, pero sin pausa. Para apoyar su supuesta presencia en las islas Británicas rodeó sus informaciones de todo tipo de detalles costumbristas que le hacían más humano y creíble. No se equivocó en la estrategia, aunque su escaso bagaje en el espionaje no le permitió darse cuenta de que de esa forma se exponía más de la cuenta.
Si la Abwehr alemana hubiera tenido en su sección británica para reci- bir los mensajes de Arabel a un especialista en el país, lo cual habría sido lo lógico, los mensajes de los primeros meses habrían servido para detectar su engaño. Un controlador adecuado habría observado de entrada que sin saber inglés no era posible llevar a cabo la mayor parte de sus actuaciones. En sus escritos cometía frecuentes fallos al hablar de libras y peniques, algo inapropiado para una persona que lleva tiempo caminando por las calles de un país. En una ocasión describió a unos estibadores del puerto de Londres bebiendo vino en una taberna, algo inaudito en esa época. Todavía más grave fue el error de comunicar que el rey iba a trasladarse fuera de Londres durante el verano porque hacía un calor insoportable, como si el clima inglés tuviera algo que ver con el español. Si el agente de la Abwehr en Alemania, a quien Federico enviaba los correos de Arabel, hubiera pasado anteriormente temporadas en Londres, habría notado la falsedad. Y si no él, otros especialistas se deberían haber mosqueado cuando Pujol se lanzaba con absoluto desparpajo a inventarse concentraciones de barcos de la Navy en diversos puntos de la costa sin tener acceso al potencial inglés.
Nadie del lado alemán notó nada extraño en los mensajes, pero el ser- vicio secreto inglés percibió que algo ocurría. Los mensajes de Arabel iban por correo de Lisboa a Madrid y desde allí Federico los reenviaba a la sede de la Abwehr en Alemania. Para transmitir utilizaban las máquinas de señales Enigma, la última tecnología en encriptación, a prueba de interceptación, de la que los nazis estaban especialmente orgullosos. Lo que desconocían es que los ingleses habían violado los códigos y descifraban la correspondencia de su embajada en España. Gracias a ello el MI6 recibió el contenido de varios mensajes firmados por Arabel y, en coordinación con el MI5, empezaron a buscar un topo alemán dentro su territorio. Un topo que contaba una larga sarta de imprecisas pero ordenadas mentiras.
El máximo responsable de las primeras investigaciones fue Kim Philby —que por entonces ya llevaba varios años espiando a favor de la URSS—, quien a principios de 1941 era uno de los responsables de la Sección Ibérica del servicio secreto exterior, en el que más tarde mandaría. Inicialmente se sospechó de alguno de los diplomáticos españoles en Londres cercanos a los nazis. Luego buscaron entre los marineros de la marina mercante española. Más tarde pensaron en algún español residente en pueblos pesqueros. Pero nada. Lo más extraño fue comprobar que la información que Arabel facilitaba a los alemanes era no solo inventada, sino disparatada. Cabía la posibilidad, y a ella se atuvieron en un primer momento por precaución, de que los alemanes les hubieran tendido una trampa pensando que podían haber violentado las claves de Enigma.
El engaño del español a los cándidos alemanes y la alucinación de los ingleses duró varios meses. Todo acabó el 5 de febrero de 1941, cuando el agregado naval inglés en Lisboa envió un mensaje al MI6. Un español llamado Juan Pujol se había puesto en contacto con él utilizando como intermediario al agregado naval de Estados Unidos. Le había anunciado que era un espía de la Abwehr y que su intención era trabajar para el Reino Unido. Por primera vez alguien del bando aliado le creía y lo hacía, como había previsto, porque podía demostrar que ya había comenzado a engañar él solo a los nazis.
La vida de Pujol cambió a partir de ese momento. Le entrevistaron en Portugal, creyeron su historia —los mensajes interceptados le respaldaban— y fue enviado a Inglaterra. Su mujer y sus hijos regresaron a Madrid. Juan le explicó a Araceli que allí estarían más seguros y que cuando acabara todo regresaría con ellos. Una promesa que nunca cumplió.
Juan Pujol llegó en un hidroavión al puerto de Plymouth el 25 de abril y le llevaron a una casa del MI5 donde fue sometido a los interrogatorios previos para confirmar su historia. Como no hablaba inglés, el oficial inicialmente encargado de su caso, Cyril Mills, fue sustituido por Tom Harris, de madre española, íntimo amigo de Kim Philby y sospechoso de haber pertenecido a su red soviética, aunque nunca se demostró. Pujol los dejó a todos descolocados. Era un hombre feliz, apreciaba cada detalle de la comida y contestaba sin problemas las preguntas aportando las pruebas necesarias de cómo había engañado a los alemanes. Tal fue la admiración que sus dotes de actor despertaron en sus interlocutores que le bautizaron como «Garbo» en honor a la actriz que todos admiraban en esos años. Pujol había creado, con la única ayuda de su esposa, un personaje llamado Arabel al que había dotado de una personalidad, una organización y cometidos que habían impresionado al Estado Mayor alemán. No habían puesto en duda la información que les facilitaba, ni siquiera —y aquí viene otro de los grandes errores alemanes— a los siete colaboradores que se inventó, estratégicamente situados en los aledaños del poder inglés. Entre ellos había un oficial del Ministerio de Información, simpatizante del nazismo, o una secretaria del Gabinete de Guerra que se había enamorado de él y en la que se explayó en los detalles, para aumentar su credibilidad, contando que no era muy guapa, pero cuyo ímpetu sexual no era lo que él había oído decir de las mujeres inglesas.
Trabajo brillante el de la época de soledad de Arabel, al que siguió una labor mucho más técnica y preparada por parte del MI5 gracias sobre todo a Tom Harris. Su nombre no apareció mucho, pero puede afirmarse sin temor a equivocarse que Garbo es una mezcla de Pujol y Harris, con el apoyo destacable del Comité XX, los encargados de los dobles agentes durante la II Guerra Mundial.
Los dos hispanohablantes tenían una imaginación inigualable, pero el servicio de inteligencia disponía de ese comité secreto que aportaba los datos que consideraba oportunos para la desinformación de los alemanes, además de convertir en reales los planes que se inventaban los Garbo. Por ejemplo, cuando hablaba a los alemanes de una concentración de barcos, antes indemostrable, ahora les pedía que la fotografiaran, pues días antes el Comité XX había ordenado colocar modelos de barcos que desde el aire daban perfectamente el pego.
Según cuenta en sus memorias Desmond Bristow —uno de los agentes del MI6 que trabajó con Pujol—, el comité estaba integrado por «John Masterman, el jefe, perteneciente al MI-5, graduado en Oxford; John Marriot, secretario, miembro del MI5,abogado de Londres;T.A.Robert- son, teniente coronel, del MI5; John Drew, alto funcionario del Ministe- rio del Interior; el coronel Bevan, del ejército; el teniente de la fuerza aérea Cholmondely, graduado en Cambridge; y yo».Todas estas personas, de un altísimo nivel, se reunían periódicamente e invitaban de vez en cuando a especialistas en otras materias, para discutir los contenidos de las informaciones manipuladas que Arabel, o Garbo, debía enviar a los alemanes. Era un grupo de pensadores creativos y con capacidad de convertir en creíble cualquier información que respaldaba las acciones de Pujol y Harris. Gracias a ese empuje, en unos meses Arabel comenzó a ampliar de siete a veintisiete el número de colaboradores, cada uno perfectamente diseñado, con una personalidad clara, problemas personales definidos y su propia relación con Pujol.
Arabel utilizaba con más frecuencia la radio para enviar sus mensajes y fue consiguiendo su objetivo de subir peldaños en su grado de confianza y credibilidad ante el Estado Mayor alemán. Lo comprobaban gracias a que la interceptación de Enigma les permitía conocer las opiniones de Federico desde España y la de los altos mandos de la Abwehr desde Alemania. Vista la buena marcha de su agente, decidieron arriesgar en la información que facilitaba. Algunas veces los datos que le pedían a Arabel desde Madrid eran más simples de lo que ellos podían imaginarse: «Explíquenos —le escribieron en una ocasión— qué clase de comida se toma en los restaurantes y cantinas. Diga también la cantidad o número de porciones que se sirven. ¿Cuáles son, por ejemplo, las raciones alimenticias que entregan por cada familia?». Otras veces las preguntas eran claras, directas y operativas: «¿Qué puede comunicarnos acerca de la posibilidad de que las tropas anglonorteamericanas en el norte de África procedan a una invasión del territorio español?»
Siempre había una contestación a todas las preguntas, que se pretendía fuera ajustada lo máximo posible a la realidad, excepto cuando se les podía mentir abiertamente porque los alemanes carecían de los medios para con- firmar la información.
El comportamiento de la Abwehr hacia su agente desbordó todos los niveles de precaución exigidos por cualquier servicio secreto. Lo normal en este caso siempre es intentar confirmar que el enemigo no ha doblado al agente. Quizás un simple seguimiento del espía por parte de otros agentes en el país habría sido suficiente, pero no se tiene constancia de que el espionaje alemán dudara en ningún momento de Pujol. No lo hicieron en un primer momento, que ya estaba mal, pero deberían haberlo intentado como precaución imprescindible cuando les llegaban torrentes de información producida por veintisiete agentes, a ninguno de los cuales conocían. También pudo influir de una manera especial que el propio Hitler llegara a tener bien identificado, aunque no le conociera personalmente, al agente Arabel. Las dudas sobre la calidad de las informaciones muchas veces se solventaban aduciendo que el informante era Arabel.
Hubo algunos momentos clave en el trabajo de Garbo. Uno de los más complicados fue cuando no informó de la salida de un grupo de barcos de combate que pillaron desprevenidos a la flota alemana. Ante el malestar de Federico, contó que el colaborador encargado del asunto había caído enfermo y posteriormente falleció. Eso sí, el Comité XX hizo que el periódico local publicara la esquela del personaje inventado.
A finales de 1943 comenzó a prepararse la gran operación en Europa que debía dar un vuelco absoluto al dominio alemán en la guerra. La maniobra de invasión se quería realizar por Normandía, pero era muy importante que Hitler pensara que el despliegue se produciría por el paso de Calais. El problema estratégico era simple: los nazis tenían suficiente fuerza militar para evitar el desembarco aliado si la concentraban en el lugar exacto, pero si la dividían existían serias posibilidades de que los Aliados pudieran conseguir su objetivo.
La operación de intoxicación que se puso en marcha fue vital y contó con la participación de Arabel-Garbo. Había varios informantes de los nazis que en realidad servían al MI5, al MI6 y a otros servicios occidentales, pero no se engañaban: la Abwehr dispondría de confidentes que podrían filtrar el destino real de la invasión .Arabel estuvo adelantando a los alemanes desde el inicio de 1944 los movimientos de tropas —con lo que ganaba credibilidad—, conscientes los responsables ingleses de que esa era una información que antes o después llegaría a poder de los nazis. La intoxicación se basó en exagerar el poder de disuasión de los Aliados, una forma de preparar el terreno para la gran mentira.
El 6 de junio fue elegido como Día D. Cinco horas antes de la llegada de los primeros barcos, Arabel envió un mensaje cifrado: «Numerosos barcos navegan hacia las costas de Normandía. Es una mera maniobra de diversión para hacer salir a las tropas del Reich de las fortificaciones que ocupan en Calais. Por favor, no las muevan de allí. El verdadero desembarco será por Calais, no por Normandía». La trampa ideada por Tom Harris y el Comité XX no dejaba demasiado tiempo para decidir a Hitler. Arabel le desvelaba una información trascendental que le permitía mover sus unidades de Calais a Normandía y tapar el agujero. Algunos generales ya le habían manifestado a Hitler su consideración estratégica de que el ataque aliado vendría por Normandía, lo que había sido corroborado por algu- nos informes de inteligencia y por varios informantes. Otros altos mandos habían sopesado todas las posibilidades y se habían inclinado por el paso de Calais.
Hitler creyó a Arabel y no movió el grueso de las tropas que estaban situadas en el paso de Calais. Pensó que el ataque sobre Normandía era una maniobra de distracción y se desentendió de lo que ocurriera en aquellas playas. Se equivocó y cuando quiso reaccionar las tropas aliadas ya se habían asentado en suelo francés. Fue la gran derrota nazi, motivada por una decisión estratégica impulsada por una perfecta intoxicación protagonizada por los servicios secretos aliados y especialmente por su agente Garbo.
Arabel tenía tanta credibilidad con sus jefes de la Abwehr que cuando le pidieron explicaciones por el error adujo que la maniobra de distracción en Normandía había salido tan bien que sobre la marcha decidieron cambiar el lugar de invasión y no hacerlo por Calais. Parece increíble tanta candidez, pero los alemanes no solo creyeron a Pujol, sino que el propio Hitler firmó la orden para concederle la Cruz de Hierro, saltándose la norma de que estaba reservada para los alemanes por méritos de combate.
Según se acercaba el punto final los jerarcas nazis comenzaron a preocuparse por cómo escapar de la justicia aliada y vivir lo más lejos posible de Alemania. Los mandos de la Abwehr no se olvidaron de Juan Pujol, a quien mandaron varios miles de libras para que escapara y empezara una nueva vida en cualquier sitio. Cientos de nazis desaparecieron en las sema- nas previas a la derrota final y Pujol también lo hizo, como uno más.
Acabada la guerra, Inglaterra agradeció su trabajo a Garbo con la muy distinguida medalla de la Orden del Imperio Británico, que le entregaron con la más absoluta reserva. Después se valoró que era mejor su desaparición. Los nazis habían creído hasta el último momento en Arabel, pero si descubrían su doble juego, posiblemente intentarían matarle. Con el dinero de los alemanes le buscaron un trabajo en Venezuela, en una empresa inglesa, y partió hacia allí en mayo de 1945. No se llevó a su mujer, Araceli, ni a sus dos hijos, que permanecieron en España en una complicada situación económica. El matrimonio no tardó en separarse legalmente.
En Venezuela Pujol estuvo lejos de la acción durante unos años. Después, a principios de 1950, decidieron «matarle». No a tiros, sino utilizando un sistema más vulgar, creíble y que no despertara la atención de nadie, pero que si fuera descubierto pusiera fin a cualquier investigación sobre su persona. Inventaron que estaba residiendo en Angola cuando le sobrevino un ataque de malaria. Había muerto Juan Pujol y con él Arabel. Pero Garbo seguía oculto en Venezuela. La versión oficial afirma que en aquella época se dedicó a diversos negocios en Caracas, pero hay algunos datos que apuntan a que el doble agente retomó su trabajo al servicio de la inteligencia británica. Algo lógico, pues alguien que ha sido capaz de engañar de aquella manera y con tanto éxito es una pieza codiciada para cualquier trabajo similar. En España pasó lo mismo con Mikel Lejarza, el «Lobo», que se infiltró victoriosamente en la cúpula de ETA y, tras cosechar unos resultados impresionantes, cambió de rostro y se dedicó a hacer para el mismo servicio de inteligencia aquello que hacía como nadie: infiltrarse en grupos mafiosos y terroristas.
Desmond Bristow, delegado en España del MI6 tras la guerra, cuenta en sus memorias que en los años cincuenta tenía una misión frente al ene- migo soviético y que se le ocurrió infiltrar a Garbo. Le propuso la misión al propio Pujol, que aceptó encantado, aunque finalmente el MI6 no lo vio bien. Cuenta también que Tom Harris, el agente de madre española que compartió la aventura final con Garbo, tenía negocios con él. Bristow no se corta de calificar a Pujol como «un consumado mentiroso, con muy poca moral». Un perfil, por cierto, que deberían cumplir muchos espías para poder desarrollar con éxito sus misiones.
Con motivo del cuadragésimo aniversario de la victoria aliada en las playas de Normandía, en 1984, Juan Pujol fue invitado a Inglaterra. Allí recibió los honores que merecía y que nunca le pudieron tributar públicamente por motivos de seguridad. Unos meses antes la prensa inglesa había dado con Garbo —«el mejor actor del siglo»— después de traspasar las barreras de silencio y mentiras que se habían tejido para protegerle.

Pujol se había quedado a vivir en Venezuela, donde se había vuelto a casar y había tenido descendencia. Un genio del espionaje, con una imaginación desbordante, que había sido capaz de engañar al propio Hitler. Tom Harris había muerto en un accidente de tráfico en Mallorca muchos años antes. Como Garbo, había recibido tras la guerra el pago simbólico a su participación en el gran engaño, la Orden del Imperio Británico. En el acto tuvo la posibilidad de charlar con el general Eisenhower, pequeña reunión que relató a su amigo Desmond Bristow, el cual escribió junto a su hijo Bill el libro Juego de topos, en el que cuenta sus memorias: «Al término de nuestra conversación el general se arrellanó en su excesivamente grande y horrible escritorio y me dijo: “No sé si lo sabe, señor Harris, pero el trabajo que usted realizó con el señor Pujol equivale probablemente al de toda una división; usted salvó muchas vidas, señor Harris”. El general entonces se levantó, me tendió la mano y en el momento de estrechármela, me dijo :“Se lo agradezco mucho, señor Harris”.