Alfonso Vega fue uno de los siete agentes del CNI asesinados durante una trampa en Irak el 29 de noviembre de 2003. Era un agente operativo de los mejores que había tenido La Casa. Esta es su apasionante historia.
Tomó
cervezas en batzokis de San Sebastián con radicales de la izquierda abertzale,
siguió hasta México a pistoleros de ETA, colocó micrófonos en embajadas
sospechosas de apoyar el terrorismo, controló en Bosnia a los comandos de la
muerte y pasó días pidiendo limosna a las puertas de una mezquita esperando la
llegada de un terrorista islamista.
Son solo unas pocas de las misiones que
llevó a cabo Alfonso Vega, un afamado James Bond destinado durante 13 años en
la División de Acción Operativa del servicio secreto español. Un hombre que
nació para estar en primera línea de combate, que nunca quiso ser otra cosa que
un hombre de acción al servicio de España.
Nació en Stuttgart (Alemania) en 1962,
cuando su padre guardia civil había abandonado la profesión y había emigrado en
búsqueda de un futuro mejor. A los 20 años ingresó en la Academia General
Básica de Suboficiales con uno de los primeros números. Era muy estudioso,
trabajador, duro, increíblemente duro, y militarmente enérgico. Hizo el curso
de Operaciones Especiales en Jaca, que muchos comienzan pero pocos acaban. De
ahí pidió destino en los Grupos de Operaciones Especiales, primero en Oviedo y
luego en Burgos. Aquí fue captado por el servicio secreto. Corría el año 1990,
Alfonso tenía 28 años.
Su principal enemigo fue la banda
terrorista ETA. En San Sebastián hizo amigos en los ambientes abertzales, iba a
tomar copas y a escuchar conversaciones a los batzokis. Escondió micrófonos muchas
veces gracias a arriesgadas penetraciones clandestinas en pisos y sedes. En
alguna ocasión, hasta los colocó intencionadamente mal para que los etarras los
descubrieran y pensaran que el servicio había centrado sus esfuerzos en una de
sus sedes y en la otra hablaran con tranquilidad pensando que estaba limpia. Se
desplazó a México persiguiendo los movimientos de los etarras, en una época en
la que en ese país los terroristas pasaban desapercibidos y se creían fuera de
control.
De todo ello nunca contaba nada a su
familia, a pesar de la satisfacción que sentía por el deber cumplido. A su
madre, curiosa a veces, la decía que era mejor que no supiera nada de su vida
profesional. Al resto les explicó en su momento, para dejarlo claro, que “cuanto
menos se habla, más seguridad”.
Especializado en la lucha terrorista,
también participó en misiones relacionadas con los radicales islamistas. En una
ocasión se pasó varios días pidiendo limosna en la puerta de una mezquita para
así poder pasar desapercibido y detectar la presencia de sospechosos vinculados
con el terrorismo.
Una vez participó en la entrada
clandestina en una embajada extranjera en Madrid, en la que tenían que abrir la
caja fuerte y fotocopiar todos los documentos guardados allí. Para hacerlo sin
ser detectados, no se les ocurrió otra manera que provocar un incendio en el
edificio anejo, esperar la llegada de los bomberos y aprovechar la confusión
para llevar a cabo el trabajo.
Después de todas esas misiones y muchas
más, se fue destinado un año a Bosnia. Chapurreaba el inglés y el francés y
antes de desplazarse empezó a estudiar cirílico.
El exceso de trabajo no le impidió
nunca volcarse con su familia y ser un buen hijo. En ese tiempo, descubrieron
un cáncer muy grave a su padre. Alfonso vivía en Madrid y muchos días al terminar
su labor cogía el coche y se iba al hospital de Salamanca para quedarse a pasar
la noche con él y que su madre pudiera irse a casa a descansar. Al día
siguiente, sin dormir, regresaba al trabajo y cumplía con su jornada como si
nada.
Sus ansias de cumplir con las misiones
más arriesgadas le animó a solicitar una plaza en Irak. En julio de 2003, viajó
acompañado de Carlos Baró, el agente con el que formaría equipo. Los otros dos
miembros del grupo, Alberto Martínez y Luis Ignacio Zanón, llegaron en agosto.
Alfonso se puso inmediatamente a
trabajar en antiterrorismo. Se movía por el país con cierta naturalidad gracias
a su enorme destreza para convertirse en un camaleón. Se dejó un gran bigote y
se enfundó una túnica local blanca.
Uno de los contactos secretos que
Alfonso mantenía en Bagdad para intercambiar información era el capitán de
navío Manuel Martín-Oar, destinado en el Consejo de Cooperación Internacional
dependiente de la ONU. El 18 de agosto, Alberto se reunió con el capitán de
navío en su despacho de la ONU. Tras el encuentro, abandonó el edificio y
regresó hacia su zona de trabajo. Quince minutos después, un atentado
terrorista con bombas segó la vida del capitán de navío. Se salvó por poco.
A principios de noviembre tuvo un par
de semanas de vacaciones en España. La mayor parte del tiempo lo pasó con su
mujer, Isabel Martín, y sus hijos Patricia y Alejandro. No regresó a su trabajo
hasta acercarse a Lérida para pasar un día con sus padres, su hermano y su
familia, que estaban en Gerona. Antes de despedirse, al ver la cara de tristeza
de su madre le dijo que no se preocupara, pues volvería antes de que comenzaran
las fiestas de Navidad.
Unos días después de su regreso a Irak,
recibió junto a los otros tres agentes allí destinados –Martínez, Zanón y Baró-
a los cuatro que un mes después les sustituirían en la misión. El 29 de
noviembre, les tendieron una trampa y perdió la vida intentando hacer frente a
los atacantes.
Los padres, dos buenas personas,
sobrellevan como pueden la pena de haber perdido a su hijo, para lo que les
ayuda lo bien que se ha portado con ellos todo el mundo. Araceli, la madre, ha
guardado en un álbum los recortes con las cartas que recibieron en aquellos
días y con las fotos de los homenajes que recibió su hijo en diversas
localidades.
Muy emotivo fue el que le rindieron en
la sede de los agentes operativos, en El Pardo (Madrid). Allí descubrieron una
placa: “Alfonso Vega Calvo, muerto en combate en Al Latifiya (Irak) el día 29
de noviembre de 2003. Sólo el orgullo por su heroica muerte supera el dolor de
su pérdida. La División de Acción Operativa”. Junto al texto aparece el escudo
del CNI y el del grupo operativo, que es una tela de araña con el machete de
operaciones especiales y el lema “lo difícil está hecho, lo imposible se hará”.
Después
siguieron otros actos de reconocimiento a su labor como un homenaje en Bamba de
Vino, al que asistió la secretaria general del CNI, en el que entregaron a la
familia la medalla de oro de la diputación y descubrieron una placa en su honor
en una de las calles del pueblo.
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