El 29 de noviembre se cumplen 15 años de la historia más trágica del servicio secreto español, el episodio más negro d en sus 50 últimos años de historia tuvo lugar a
finales de 2003 en Irak. Un agente, José Antonio Bernal, fue asesinado en
Bagdad el 9 de octubre y siete espías corrieron la misma suerte el 29 de
noviembre en una emboscada.
La historia oculta de esos
acontecimientos dramáticos comenzó meses antes de que Estados Unidos invadiera
Irak, cuando montaron una campaña mundial de desprestigio contra Sadam Huseim.
El CNI tenía allí una delegación integrada por el Consejero de Información Alberto
Martínez y su ayudante José Antonio Bernal.
Los dos descubrieron los
motivos que había detrás de la decisión de George Bush de atacar Irak. Sadam
había vendido a compañías francesas la mayor parte de los derechos sobre su
petróleo. Cuando los estadounidenses se enteraron recordaron la primera Guerra
del Golfo y se pusieron ciegos de ira: no permitiremos que nosotros pongamos
los muertos y otros se lleven los beneficios. Sus informaciones también explicaban
la postura en contra del ataque de Francia, Rusia y Alemania, a los que les
interesaba por motivos económicos que el dictador siguiera al frente del país.
La situación dio un giro definitivo
cuando Estados Unidos promovió la sospecha de que Sadam estaba fabricando armas
de destrucción masiva. Martínez y Bernal movieron a sus confidentes, indagaron
por todo el país, y al final informaron a sus jefes de que era falso.
Los dos se quedaron de piedra cuando
el presidente Aznar se sumó a la alianza de Estados Unidos y Gran Bretaña, y
defendió exactamente lo contrario de lo que ellos habían contado. Bernal
aseguró en aquellos momentos a una persona cercana: “Aznar no sabe lo que está
haciendo, porque no hay armas de destrucción masiva de ninguna manera”.
La situación de los espías cambió
radicalmente en los meses previos al ataque. La supuesta amistad entre Irak y
España paso a ser una quimera. Las fuentes que tanto tiempo les había costado
conseguir empezaron a recelar de ellos. Los dos se convirtieron en objetivo de
los partidarios de Sadam. Volvieron a España antes de la invasión del 20 de
marzo y regresaron en mayo a Irak con un país tomado por los estadounidenses.
Durante el verano, el gobierno
decidió enviar tropas y aumentó la presencia de agentes del CNI. Bernal se
quedó en Bagdad, y Martínez, con el agente Luis Ignacio Zanón, se fueron a Nayaf,
mientras que Carlos Baró y Alfonso Vega se desplegaron en Diwaniya.
El 9 de octubre tuvo lugar la
primera desgracia en Bagdad. Bernal se escuchó que llamaban a la puerta de su
casa. El guarda al que le tocaba turno le había pedido llegar más tarde esa
mañana –sin duda le habían amenazado para que no estuviera allí-, así que se
acercó él a abrir la puerta. Comprobó previamente que era un clérigo chií al
que conocía desde hacía tiempo. El clérigo comenzó a hablarle con agresividad y
pensó que habían ido a secuestrarle o a matarle. Rápido de reflejos, entendió
que su única posibilidad era huir. Apartó al clérigo de un empujón y a los dos
hombres que le acompañaban y emprendió una carrera enloquecida. Pero tropezó,
lo que permitió a un cuarto hombre pegarle un tiro en la cabeza.
La insurgencia quería vengarse de
Bernal, Martínez y los espías españoles, pues les habían convencido de que eran
amigos y luego les traicionaron al posicionarse con Estados Unidos. Nadie
pareció entender el significado del asesinato hasta mucho tiempo después,
cuando ya era tarde.
EL ATAQUE MÁS CRUEL
El 26 de noviembre otros cuatro
agentes llegaron a Irak: José Merino, José Carlos Rodríguez Pérez, José Lucas
Egea y José Manuel Sánchez Riera. Iban a permanecer menos de una semana en un
viaje de reconocimiento del terreno previo a la misión que comenzarían a principios
del año siguiente, en sustitución de los cuatro que estaban allí.
El sábado 29 de noviembre,
según el plan previsto y aprobado por su jefe el teniente coronel Jorge, los cuatro
agentes destinados y sus relevos fueron a Bagdad para hacer diversos trámites. Un
día tranquilo que aprovecharon para hacerse fotos como recuerdo de su estancia
en el que era el país más conflictivo del mundo. La última imagen de todos
ellos, junto a otras de su estancia en Irak, que Tiempo saca a la luz en
exclusiva con motivo del décimo aniversario de los hechos.
Un rato antes de lo previsto,
los ocho se montaron en sus dos todoterrenos, un Nissan Patrol blanco y un
Chevrolet Tahoe azul. Desgraciadamente, ninguno de los coches estaba blindado. Les
esperaban 200 kilómetros de carretera. Podían haber viajado por separado, pero
habían acordado con Jorge que harían el trayecto juntos porque así tendrían más
posibilidades de hacer frente a un ataque. Una decisión que expertos militares
nunca han comprendido.
Unos cuarenta minutos después de
salir de Bagdad, tras el coche que conducía Vega, que iba siguiendo a unos centenares
de metros al de Martínez, apareció un Cadillac blanco que hizo una extraña maniobra
de adelantamiento, acompañada del fuego de fusiles de varios de sus cinco
ocupantes.
Vega pisó el acelerador, evitó
la primera embestida y consiguió evadirse de sus perseguidores. A toda
velocidad adelantó al coche de sus compañeros para avisarlos del ataque y ganar
tiempo para situarse en posición de tiro lateral, algo que no consiguió. El
todoterreno de Martínez apenas tuvo segundos para reaccionar. Alberto Martínez fue
el primero en morir y José Lucas Egea recibió un tiro en la cabeza. Las ráfagas
de Kalashnikov destrozaron también las ruedas y el coche fue a parar de mala
manera al arcén.
El sedán blanco persiguió al
otro todoterreno, al que dio caza consiguiendo idéntico resultado: asesinaron
al conductor Vega e hirieron al comandante Rodríguez en el estómago. El coche
se quedó sin mando, se salió por el arcén
y quedó atrapado en una hondonada enfangada.
El coche de los atacantes frenó
en seco en mitad de la carretera y sus ocupantes continuaron disparando. Los cuatro
que no habían sufrido daños saltaron de los vehículos y repelieron la agresión
con sus pistolas, lo que hizo retroceder a los atacantes, que abandonaron la
escena del ataque y se perdieron en Latifiya, una ciudad aneja al lugar de la
agresión.
Merino, ayudado por Zanón, llevó
su vehículo lentamente al encuentro del otro para reagruparse. Se encontraron
con Baró, que tomó el mando. Dejó a los heridos en los coches en que viajaban y
llamó al número de teléfono del teniente coronel Jorge.
-¡Mierda nos han atacado!
–gritó Baró-. Tenemos por lo menos dos muertos. Avisa a la brigada, que manden
helicópteros.
La tensión también era evidente
en el receptor de la llamada, que en ese momento –sábado- estaba… en El Corte
Inglés de compras. No había plan de respuesta frente a un ataque. La
comunicación se cortó.
Los agresores se habían guarnecido
en dos casas bajas que había cerca del terreno en que estaban los dos coches averiados.
Esta vez el fuego era con ametralladoras y lanzagranadas.
Baró sacó el único subfusil que
tenían y repitió la llamada al coordinador en Madrid.
-¡Mierda hay cuatro muertos… o
tres! Te damos nuestras coordenadas”
Sin pensárselo dos veces, le
pasó el Thuruya a Zanón, pero no pudo dárselas porque la comunicación nuevamente
se interrumpió.
Todos fueron cayendo poco a
poco. Baró fue alcanzado por el fuego enemigo y murió. Poco después fue Merino
el que resultó herido. Zanón, un militar sin una preparación guerrera, optó por
quedarse con Merino, herido de muerte, aún a sabiendas de que eso le supondría
la muerte. Sánchez Riera, por el contrario, optó por buscar una salida. Cruzó
al otro lado de la carretera y se escondió en unos matorrales, alejado del
fuego enemigo. Con lo que no contaba era con que los iraquíes que habían parado
sus coches para contemplar la escena se acercaran a él e intentaran lincharle.
Pero la suerte que no habían tenido sus compañeros le sobrevino a él. Un hombre
bien vestido hizo exageradamente el gesto de besarle. La turba se frenó. El
hombre, un notable de la zona colaborador del espionaje inglés, había hecho el
gesto de amistad para que todos supieran que estaba bajo su protección. Los
mismos que un momento antes le golpeaban ahora le ayudaron a levantarse y le
metieron en un taxi salvador.
El 2 de diciembre se celebró el
funeral de Estado en la sede del CNI. Estuvieron presentes las principales
autoridades del Estado, encabezados por los Reyes, el Príncipe y el presidente
del Gobierno. Don Juan Carlos impuso a los fallecidos la Cruz Oficial de la
Orden del Mérito Civil a título póstumo. Un momento emocionante que no lo fue
para todos.
El motivo estaba en que los
fallecidos eran militares y muchos de los allí presentes echaron en falta una
condecoración militar. Esta llegó tiempo después, la Cruz al Mérito Militar con
distintivo amarillo. Un reconocimiento escaso justificado por el hecho de que
el Gobierno del PP defendía que en Irak no había guerra. La decisión fue
corregida cuando el PSOE llegó al poder y el nuevo ministro José Bono la
sustituyó por la Cruz al Mérito Militar con distintivo rojo.
Las informaciones pidiendo
explicaciones de los asesinatos, llevó al ministro Trillo a anunciar que “los
presuntos autores del ataque a los españoles fueron detenidos diez días después
en una acción conjunta entre fuerzas de la coalición y la policía iraquí.
Esa información le sirvió para
salir del paso con efectividad, pero la realidad fue otra bien distinta. Las
tropas de Estados Unidos habían organizado una operación en Latifiya contra
grupos resistentes, pero su objetivo no fue capturar a los que tendieron la
trampa a los españoles. Los familiares de las víctimas siguen esperando una
explicación.
Unos meses después, el 22 de
marzo de 2004, soldados españoles destinados en Diwaniya detuvieron a Flayeh
Abdul Zarha Anyur Al Mayali, que durante varios años había sido el traductor de
Alberto Martínez. Lo interrogó personal del CNI durante cuatro días sin
conseguir arrancarle una confesión inculpatoria. Al Mayali denunciaría
posteriormente que esos días le colocaron una capucha en la cabeza, le
impidieron dormir y le sometieron a insultos e interrogatorios constantes. Posteriormente,
fue entregado a las autoridades estadounidenses, que le tuvieron once meses
encerrado. Como siguió sin haber pruebas, le pusieron en libertad sin cargos.
El 14 de julio de 2004, en la
sede central del CNI en Madrid, el ministro Bono inauguró un monumento, una
llama de bronce colocada sobre un muro de acero, con los nombres de los ocho
asesinados en Latifiya y Bagdad.
Terrible suceso y más, por la antesala que se describe en el caso. Los irakíes no hicieron eso solos, puede uno pensar que detras de ello, pudo estar el Gobierno Español en confabulación con los Estadounidenses
ResponderEliminarGracias por su recuerdo.
ResponderEliminarQué no caiga en el olvido.
Cabo Torreblanca.