Los sangrantes trofeos
en los que se habían convertido los espías españoles hicieron que aumentara el
número de iraquíes de Latifiya que se congregaron allí. La policía de la
localidad decidió comunicar lo que estaba pasando a los militares de Estados
Unidos asentados en la cercana base de Mahmudiyah. El teniente coronel al mando
envió una compañía con urgencia, aunque ya hacía tiempo que era tarde para los
siete españoles.
Cuando llegaron y
consiguieron acceder a la escena del ataque, lo que vieron quizás a ellos no
les impresionó mucho, acostumbrados a los efectos malignos de los combates,
pero a cualquier otro le habría dejado marcado para el resto de sus vidas. Los
cuerpos de los siete agentes estaban llenos de sangre, algunos calcinados por
el fuego y todos ellos habían sufrido el apaleamiento sin compasión por parte
de los ciudadanos iraquíes. Apenas se les reconocía y varios de ellos, al
menos, carecían de documentación, que había sido robada. Los soldados
americanos cargaron los siete cuerpos y se los llevaron a su base.
Tiempo después, cuando
la noche se había apoderado del cielo, pasaron por la zona los tres
helicópteros Superpuma enviados por las tropas españolas estacionadas en
Diwaniya. Descubrieron los restos quemados de los dos coches españoles pero no
había nadie a quien salvar, ni siquiera cuerpos que recoger.
Siete españoles habían
fallecido y uno había salvado la vida sin que desde la sede central del CNI en
Madrid, dotada de los medios tecnológicos punteros, nadie fuera capaz de
ayudarles directamente o de conseguir la colaboración de las fuerzas armadas
aliadas. Los coches no llevaban una baliza para indicar su posición y algo
había fallado en las radios para que no pudieran enviar sus coordenadas. Sin
contar con que ocho espías estaban trasladándose por un país en guerra y nadie
sabía en cada momento dónde estaban. Y lo que es seguro, es que en todo el
mundo ningún grupo más en el CNI estaba pasando por una situación tan
conflictiva.
Además, la coordinación
entre los servicios de inteligencia aliados dejaba mucho que desear. Si hubiera
existido, los espías estadounidenses habrían informado a los españoles que en
ese mismo punto del mapa, unos días antes, un convoy de Global Security, una
empresa americana concesionaria del Pentágono en temas de seguridad, había
sufrido otro ataque.
30 horas después del
atentado, los féretros de los siete agentes, acompañados por el superviviente
Sánchez Riera, llegaron a la base aérea de Torrejón de Ardoz. En el Hércules
del Ejército del Aire que les transportó, viajaban también el ministro de
Defensa, Federico Trillo, y el director del CNI, Jorge Dezcallar, que se habían
desplazado a Irak nada más conocer el fatal desenlace.
Dezcallar guardó
silencio y Trillo no paró de explicar los datos que le llegaban del asalto. Un
ataque aleatorio, la posibilidad de que les hubieran confundido con agentes de
la CIA y una venganza perfectamente orquestada por la ayuda española a la
invasión, fueron tres de los motivos que barajó.
A las siete de la tarde
del domingo 30 de noviembre comenzaron los actos de despedida, controlados y
restringidos en todo momento por el CNI, para que sus decenas de agentes que
querían participar en el último homenaje a sus compañeros pudieran guardar la
clandestinidad que acompaña ineludiblemente a su trabajo. Pero también hubo un
número elevadísimo de militares, que habían compartido carrera con sus
compañeros, que deseaban participar en su último homenaje.
Los más afectados eran
los familiares, incapaces de creerse lo que había sucedido. Unos se habían
despedido de sus maridos, hijos, padres o hermanos hacía menos de una semana y
esperaban verlos al día siguiente. Iban simplemente a Irak de visita de
reconocimiento. Otros, los seres queridos de los que llevaban más tiempo
destinados en Irak, los habían visto hacía unas semanas o esperaban que
volvieran de vacaciones próximamente. Todos sabían que tenían una profesión de
riesgo, que apasionaba a la mayor parte de ellos. Que habían elegido
voluntariamente ir y que su trabajo les hacía felices. Pero eso no les servía
para evitar el dolor, aunque les daba orgullo para sentir que habían entregado
la vida por esa España que tanto querían.
Hubo un pequeño acto de
homenaje allí mismo y los cadáveres fueron trasladados posteriormente al
Hospital Central de la Defensa, antes llamado Gómez Ulla, donde se les hizo la
autopsia y se identificó con certeza quién era quién.
El dos de diciembre se
celebró el funeral de Estado en la sede del CNI. Solo se permitió la asistencia
de los familiares y de los amigos más íntimos, lo que obligó al resto a seguir
el acto desde una sala cercana adaptada para el momento con una gran pantalla
de televisión. Estuvieron presentes las principales autoridades del Estado,
encabezados por los Reyes y el Príncipe, el presidente del Gobierno y varios
ministros. Al finalizar la eucaristía, don Juan Carlos impuso a los fallecidos
la Cruz Oficial de la Orden del Mérito Civil a título póstumo. Un momento
emocionante que no lo fue para todos.
El motivo estaba en que
los fallecidos eran militares y muchos de los allí presentes echaron en falta
una condecoración militar. Esta llegó tiempo después y fue la Cruz al Mérito
Militar con distintivo amarillo. Un reconocimiento escaso motivado por el hecho
de que el Gobierno del Partido Popular defendía que en Irak no había guerra.
Motivos políticos guiaron una decisión que fue corregido cuando el PSOE llegó
al poder y el nuevo ministro de Defensa, José Bono, la sustituyó por la más
lógica Cruz al Mérito Militar con distintivo rojo.
El cruel asesinato tuvo
una gran repercusión en la opinión pública. Miles de ciudadanos acudieron espontáneamente
a cualquiera de los lugares donde pudieran homenajear a los fallecidos. Así se
vio en las puertas del hospital donde los cuerpos permanecieron muchas horas o
en los funerales que las familias organizaron en sus ciudades natales tras el
del Estado. Eran héroes que habían entregado sus vidas al servicio de España.
Esta actitud popular de
dolor y las informaciones vertidas por los medios de comunicación pidiendo
explicaciones de los asesinatos, llevó al ministro Trillo a anunciar que “los
presuntos autores del ataque a los españoles fueron detenidos diez días después
en una acción conjunta entre fuerzas de la coalición y la policía iraquí”.
Trillo explicó en el Pleno Congreso de los Diputados que en Latifiya, lugar de
atentado, habían sido detenidas 41 personas entre las que se encontraban los
organizadores y los autores materiales de los asesinatos de los agentes
españoles.
Pocas horas antes, el
ministro había acudido a la Comisión de Secretos Oficiales del mismo Congreso,
acompañado del director del CNI Jorge Dezcallar, para anunciar la detención en
Bagdad de los cinco presuntos autores el 9 de octubre anterior de José Antonio
Bernal, el viceconsejero de Información de la embajada en Irak.
Esa información le
sirvió para salir del paso con efectividad, pero la realidad fue otra bien
distinta. Las tropas de Estados Unidos habían organizado una operación en
Latifiya contra grupos resistentes que atacaban organizadamente a todo lo que
olía a occidental. Pero su objetivo no fue capturar a los que tendieron la
trampa a los españoles, sino golpear a la resistencia. Nada sirvió
posteriormente para explicar el ataque o identificar a los que empuñaron las
armas, como queda demostrado en que los familiares de las víctimas no disponen,
diez años después, de una versión real de por qué fueron atacados. Algo similar
a lo que ocurre con los familiares de Bernal, el primer agente asesinado en
Bagdad, que sin duda acabaron con su vida por el fructífero trabajo que estaba
haciendo en Irak. Todos ellos siguen esperando una explicación, aunque ya
siguen sus vidas sin esperarla.
Unos meses después, el
22 de marzo de 2004, soldados españoles destinados en Diwaniya detuvieron a
Flayeh Abdul Zarha Anyur Al Mayali, que durante varios años había estado
prestando servicios de traductor y de intermediario a Alberto Martínez, el jefe
de la delegación del CNI desde el año 2000.
La historia demuestra
que la traición puede apoderarse de cualquier alma y que demostrarlo puede ser
harto complicado. Sin embargo, los hechos dejan más que dudas. Alberto Martínez
fichó a Al Mayali como traductor mucho tiempo antes de que se iniciara el
conflicto y no había nadie en Irak que fuese tan obseso de la seguridad como el
español. El iraquí era profesor en la universidad de Bagdad desde 1996 y los dos
se entendían a las mil maravillas. Martínez se defendía perfectamente con el
árabe, pero Al Mayali le hacía cada día la traducción de los artículos
interesantes de la prensa y de otros documentos que le pedía.
Tras el estallido de la
guerra, Al Mayali siguió trabajando como informador para el CNI e hizo de
traductor para periodistas españoles. Martínez confiaba tanto en él que no dudó
en pedirle, tras la llegada de las tropas españolas, que se trasladara a
Diwaniya para colaborar con los mandos militares españoles, que necesitaban a
un traductor de confianza en su relación con las autoridades y empresarios
locales. Al Mayali no solo cobraba de las tropas españolas, sino que se llevaba
un porcentaje de las transacciones comerciales que llevaba a buen puerto.
Tras el asesinato de su
mentor del CNI y de otros seis agentes, Al Mayali se sintió destrozado y así lo
comprobaron todos los que en esos días tuvieron relación con él. Sin embargo,
los investigadores del CNI en Irak consiguieron algunas pistas que hablaban de
un comportamiento extraño del traductor y pidieron al general Fulgencio Coll,
jefe de la Brigada Plus Ultra, que ordenara su detención. Así lo hicieron y lo
trasladaron a la base de Diwaniya. Durante cuatro días fue interrogado por
personal del CNI que no consiguió arrancar de él una confesión inculpatoria. Al
Mayali denunciaría posteriormente que esos días le colocaron una capucha en la
cabeza, le impidieron dormir y le sometieron a insultos e interrogatorios
constantes. Un trato inhumano y degradante.
Pasados esos días, fue
entregado a las autoridades estadounidenses, que le tuvieron once meses
encerrado en varias prisiones iraquíes, entre ellas la de Abu Ghraib, tristemente
famosa por las fotos difundidas mundialmente con las torturas a que sometían a
los presos, y la de Um Qsar. Ni los españoles ni los americanos encontraron
pruebas contra él y fue finalmente puesto en libertad sin cargos.
Mandos del CNI contaron
en algún momento a los familiares, en las reuniones que mantenían con ellos,
que sospechaban que el traductor podía haber delatado a los agentes, pero con
el paso del tiempo abandonaron esa versión. De hecho, antes de la detención de
Al Mayali, el juez de la Audiencia Nacional Fernando Andreu decidió el
sobreseimiento provisional de la causa abierta por el asesinato de los siete
agentes. En su escrito especificaba que hasta la fecha –mediados de febrero de
2004- “no se ha llegado a determinar la identidad de las personas implicadas en
los hechos descritos”. Las palabras rotundas de Federico Trillo en una
entrevista concedida a El Mundo y publicada el 8 de diciembre de 2003, quedaron
en nada: “Perseguiremos a los asesinos de los agentes del CNI hasta el fin del
mundo”.
La parte de las
investigaciones realizadas por el CNI que han podido ser conocidas y las
realizadas por otros servicios y periodistas, han sacado a la luz algunos datos
importantes. El primero es que el servicio secreto de Sadam Husein tenía puesto
en el punto de mira a Alberto Martínez y a José Antonio Bernal, los dos agentes
con los que habían mantenido estrechas relaciones durante la dictadura. Les
conocían bien, habían creado lazos de confianza y tras la invasión de Estados
Unidos descubrieron que les habían estado engañando y solo se podían fiar de
los espías franceses y alemanes. Sentimiento similar al que albergaron algunas
fuerzas de la oposición, especialmente los chiíes.
Por esta razón, fue un
fallo clamoroso que habiendo sido asesinado Bernal en octubre, los mandos del
CNI no ordenaran el inmediato regreso de Martínez. Y más cuando Carlos Baró, el
jefe del otro equipo, informó al coordinador de la operación en Madrid, que
Martínez era demasiado conocido en Irak y que peligraba la misión. Pero eso no
fue todo: semanas antes del atentado, Martínez y su segundo, Luis Ignacio
Zanón, empezaron a recibir llamadas amenazadoras.
En el CNI valoraron los
riesgos, aunque primó la necesidad de obtener información: nadie conocía el
mundo de las alcantarillas de Irak como Martínez y su papel para garantizar la
seguridad de las tropas españolas lo consideraron insustituible.
Alberto Martínez
consideró que los responsables del asesinato de su compañero y amigo José
Antonio Bernal habían sido los seguidores chiíes de Muqtada Sadr. Y había
advertido a sus jefes del nacimiento de un mando unificado de la resistencia,
en el que estaban los extremistas suníes, los terroristas de Al Qaeda y los
extremistas chiíes. Entre ellos y el servicio secreto de Sadam estuvieron los responsables del atentado.
Los actos de homenaje a
los caídos no pararon. El más emotivo para los familiares sucedió el 14 de
julio de 2004, en la sede central del CNI en Madrid. Ese día, el ministro Bono
inauguró un monumento, una llama de bronce colocada sobre un muro de acero con
los nombres de los siete asesinados en Latifiya y Bagdad.
Antes de que se
cumpliera el octavo aniversario de los asesinatos, el CNI abrió una nueva sala
de operaciones con los más modernos medios tecnológicos. La bautizaron, junto
con los familiares, como “Héroes de Irak” y dentro, distribuidos por las
paredes, están las fotos de los siete agentes asesinados ese día y la de Bernal.
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