viernes, 29 de noviembre de 2013

Todos los graves errores cometidos en el asesinato de los 8 espías del CNI en Irak (y II)

Los sangrantes trofeos en los que se habían convertido los espías españoles hicieron que aumentara el número de iraquíes de Latifiya que se congregaron allí. La policía de la localidad decidió comunicar lo que estaba pasando a los militares de Estados Unidos asentados en la cercana base de Mahmudiyah. El teniente coronel al mando envió una compañía con urgencia, aunque ya hacía tiempo que era tarde para los siete españoles.
Cuando llegaron y consiguieron acceder a la escena del ataque, lo que vieron quizás a ellos no les impresionó mucho, acostumbrados a los efectos malignos de los combates, pero a cualquier otro le habría dejado marcado para el resto de sus vidas. Los cuerpos de los siete agentes estaban llenos de sangre, algunos calcinados por el fuego y todos ellos habían sufrido el apaleamiento sin compasión por parte de los ciudadanos iraquíes. Apenas se les reconocía y varios de ellos, al menos, carecían de documentación, que había sido robada. Los soldados americanos cargaron los siete cuerpos y se los llevaron a su base.
Tiempo después, cuando la noche se había apoderado del cielo, pasaron por la zona los tres helicópteros Superpuma enviados por las tropas españolas estacionadas en Diwaniya. Descubrieron los restos quemados de los dos coches españoles pero no había nadie a quien salvar, ni siquiera cuerpos que recoger.
Siete españoles habían fallecido y uno había salvado la vida sin que desde la sede central del CNI en Madrid, dotada de los medios tecnológicos punteros, nadie fuera capaz de ayudarles directamente o de conseguir la colaboración de las fuerzas armadas aliadas. Los coches no llevaban una baliza para indicar su posición y algo había fallado en las radios para que no pudieran enviar sus coordenadas. Sin contar con que ocho espías estaban trasladándose por un país en guerra y nadie sabía en cada momento dónde estaban. Y lo que es seguro, es que en todo el mundo ningún grupo más en el CNI estaba pasando por una situación tan conflictiva.
Además, la coordinación entre los servicios de inteligencia aliados dejaba mucho que desear. Si hubiera existido, los espías estadounidenses habrían informado a los españoles que en ese mismo punto del mapa, unos días antes, un convoy de Global Security, una empresa americana concesionaria del Pentágono en temas de seguridad, había sufrido otro ataque.
30 horas después del atentado, los féretros de los siete agentes, acompañados por el superviviente Sánchez Riera, llegaron a la base aérea de Torrejón de Ardoz. En el Hércules del Ejército del Aire que les transportó, viajaban también el ministro de Defensa, Federico Trillo, y el director del CNI, Jorge Dezcallar, que se habían desplazado a Irak nada más conocer el fatal desenlace.
Dezcallar guardó silencio y Trillo no paró de explicar los datos que le llegaban del asalto. Un ataque aleatorio, la posibilidad de que les hubieran confundido con agentes de la CIA y una venganza perfectamente orquestada por la ayuda española a la invasión, fueron tres de los motivos que barajó.
A las siete de la tarde del domingo 30 de noviembre comenzaron los actos de despedida, controlados y restringidos en todo momento por el CNI, para que sus decenas de agentes que querían participar en el último homenaje a sus compañeros pudieran guardar la clandestinidad que acompaña ineludiblemente a su trabajo. Pero también hubo un número elevadísimo de militares, que habían compartido carrera con sus compañeros, que deseaban participar en su último homenaje.
Los más afectados eran los familiares, incapaces de creerse lo que había sucedido. Unos se habían despedido de sus maridos, hijos, padres o hermanos hacía menos de una semana y esperaban verlos al día siguiente. Iban simplemente a Irak de visita de reconocimiento. Otros, los seres queridos de los que llevaban más tiempo destinados en Irak, los habían visto hacía unas semanas o esperaban que volvieran de vacaciones próximamente. Todos sabían que tenían una profesión de riesgo, que apasionaba a la mayor parte de ellos. Que habían elegido voluntariamente ir y que su trabajo les hacía felices. Pero eso no les servía para evitar el dolor, aunque les daba orgullo para sentir que habían entregado la vida por esa España que tanto querían.
Hubo un pequeño acto de homenaje allí mismo y los cadáveres fueron trasladados posteriormente al Hospital Central de la Defensa, antes llamado Gómez Ulla, donde se les hizo la autopsia y se identificó con certeza quién era quién.
El dos de diciembre se celebró el funeral de Estado en la sede del CNI. Solo se permitió la asistencia de los familiares y de los amigos más íntimos, lo que obligó al resto a seguir el acto desde una sala cercana adaptada para el momento con una gran pantalla de televisión. Estuvieron presentes las principales autoridades del Estado, encabezados por los Reyes y el Príncipe, el presidente del Gobierno y varios ministros. Al finalizar la eucaristía, don Juan Carlos impuso a los fallecidos la Cruz Oficial de la Orden del Mérito Civil a título póstumo. Un momento emocionante que no lo fue para todos.
El motivo estaba en que los fallecidos eran militares y muchos de los allí presentes echaron en falta una condecoración militar. Esta llegó tiempo después y fue la Cruz al Mérito Militar con distintivo amarillo. Un reconocimiento escaso motivado por el hecho de que el Gobierno del Partido Popular defendía que en Irak no había guerra. Motivos políticos guiaron una decisión que fue corregido cuando el PSOE llegó al poder y el nuevo ministro de Defensa, José Bono, la sustituyó por la más lógica Cruz al Mérito Militar con distintivo rojo.
El cruel asesinato tuvo una gran repercusión en la opinión pública. Miles de ciudadanos acudieron espontáneamente a cualquiera de los lugares donde pudieran homenajear a los fallecidos. Así se vio en las puertas del hospital donde los cuerpos permanecieron muchas horas o en los funerales que las familias organizaron en sus ciudades natales tras el del Estado. Eran héroes que habían entregado sus vidas al servicio de España.
Esta actitud popular de dolor y las informaciones vertidas por los medios de comunicación pidiendo explicaciones de los asesinatos, llevó al ministro Trillo a anunciar que “los presuntos autores del ataque a los españoles fueron detenidos diez días después en una acción conjunta entre fuerzas de la coalición y la policía iraquí”. Trillo explicó en el Pleno Congreso de los Diputados que en Latifiya, lugar de atentado, habían sido detenidas 41 personas entre las que se encontraban los organizadores y los autores materiales de los asesinatos de los agentes españoles.
Pocas horas antes, el ministro había acudido a la Comisión de Secretos Oficiales del mismo Congreso, acompañado del director del CNI Jorge Dezcallar, para anunciar la detención en Bagdad de los cinco presuntos autores el 9 de octubre anterior de José Antonio Bernal, el viceconsejero de Información de la embajada en Irak.
Esa información le sirvió para salir del paso con efectividad, pero la realidad fue otra bien distinta. Las tropas de Estados Unidos habían organizado una operación en Latifiya contra grupos resistentes que atacaban organizadamente a todo lo que olía a occidental. Pero su objetivo no fue capturar a los que tendieron la trampa a los españoles, sino golpear a la resistencia. Nada sirvió posteriormente para explicar el ataque o identificar a los que empuñaron las armas, como queda demostrado en que los familiares de las víctimas no disponen, diez años después, de una versión real de por qué fueron atacados. Algo similar a lo que ocurre con los familiares de Bernal, el primer agente asesinado en Bagdad, que sin duda acabaron con su vida por el fructífero trabajo que estaba haciendo en Irak. Todos ellos siguen esperando una explicación, aunque ya siguen sus vidas sin esperarla.
Unos meses después, el 22 de marzo de 2004, soldados españoles destinados en Diwaniya detuvieron a Flayeh Abdul Zarha Anyur Al Mayali, que durante varios años había estado prestando servicios de traductor y de intermediario a Alberto Martínez, el jefe de la delegación del CNI desde el año 2000.
La historia demuestra que la traición puede apoderarse de cualquier alma y que demostrarlo puede ser harto complicado. Sin embargo, los hechos dejan más que dudas. Alberto Martínez fichó a Al Mayali como traductor mucho tiempo antes de que se iniciara el conflicto y no había nadie en Irak que fuese tan obseso de la seguridad como el español. El iraquí era profesor en la universidad de Bagdad desde 1996 y los dos se entendían a las mil maravillas. Martínez se defendía perfectamente con el árabe, pero Al Mayali le hacía cada día la traducción de los artículos interesantes de la prensa y de otros documentos que le pedía.
Tras el estallido de la guerra, Al Mayali siguió trabajando como informador para el CNI e hizo de traductor para periodistas españoles. Martínez confiaba tanto en él que no dudó en pedirle, tras la llegada de las tropas españolas, que se trasladara a Diwaniya para colaborar con los mandos militares españoles, que necesitaban a un traductor de confianza en su relación con las autoridades y empresarios locales. Al Mayali no solo cobraba de las tropas españolas, sino que se llevaba un porcentaje de las transacciones comerciales que llevaba a buen puerto.
Tras el asesinato de su mentor del CNI y de otros seis agentes, Al Mayali se sintió destrozado y así lo comprobaron todos los que en esos días tuvieron relación con él. Sin embargo, los investigadores del CNI en Irak consiguieron algunas pistas que hablaban de un comportamiento extraño del traductor y pidieron al general Fulgencio Coll, jefe de la Brigada Plus Ultra, que ordenara su detención. Así lo hicieron y lo trasladaron a la base de Diwaniya. Durante cuatro días fue interrogado por personal del CNI que no consiguió arrancar de él una confesión inculpatoria. Al Mayali denunciaría posteriormente que esos días le colocaron una capucha en la cabeza, le impidieron dormir y le sometieron a insultos e interrogatorios constantes. Un trato inhumano y degradante.
Pasados esos días, fue entregado a las autoridades estadounidenses, que le tuvieron once meses encerrado en varias prisiones iraquíes, entre ellas la de Abu Ghraib, tristemente famosa por las fotos difundidas mundialmente con las torturas a que sometían a los presos, y la de Um Qsar. Ni los españoles ni los americanos encontraron pruebas contra él y fue finalmente puesto en libertad sin cargos.   
Mandos del CNI contaron en algún momento a los familiares, en las reuniones que mantenían con ellos, que sospechaban que el traductor podía haber delatado a los agentes, pero con el paso del tiempo abandonaron esa versión. De hecho, antes de la detención de Al Mayali, el juez de la Audiencia Nacional Fernando Andreu decidió el sobreseimiento provisional de la causa abierta por el asesinato de los siete agentes. En su escrito especificaba que hasta la fecha –mediados de febrero de 2004- “no se ha llegado a determinar la identidad de las personas implicadas en los hechos descritos”. Las palabras rotundas de Federico Trillo en una entrevista concedida a El Mundo y publicada el 8 de diciembre de 2003, quedaron en nada: “Perseguiremos a los asesinos de los agentes del CNI hasta el fin del mundo”.
La parte de las investigaciones realizadas por el CNI que han podido ser conocidas y las realizadas por otros servicios y periodistas, han sacado a la luz algunos datos importantes. El primero es que el servicio secreto de Sadam Husein tenía puesto en el punto de mira a Alberto Martínez y a José Antonio Bernal, los dos agentes con los que habían mantenido estrechas relaciones durante la dictadura. Les conocían bien, habían creado lazos de confianza y tras la invasión de Estados Unidos descubrieron que les habían estado engañando y solo se podían fiar de los espías franceses y alemanes. Sentimiento similar al que albergaron algunas fuerzas de la oposición, especialmente los chiíes.
Por esta razón, fue un fallo clamoroso que habiendo sido asesinado Bernal en octubre, los mandos del CNI no ordenaran el inmediato regreso de Martínez. Y más cuando Carlos Baró, el jefe del otro equipo, informó al coordinador de la operación en Madrid, que Martínez era demasiado conocido en Irak y que peligraba la misión. Pero eso no fue todo: semanas antes del atentado, Martínez y su segundo, Luis Ignacio Zanón, empezaron a recibir llamadas amenazadoras.
En el CNI valoraron los riesgos, aunque primó la necesidad de obtener información: nadie conocía el mundo de las alcantarillas de Irak como Martínez y su papel para garantizar la seguridad de las tropas españolas lo consideraron insustituible.
Alberto Martínez consideró que los responsables del asesinato de su compañero y amigo José Antonio Bernal habían sido los seguidores chiíes de Muqtada Sadr. Y había advertido a sus jefes del nacimiento de un mando unificado de la resistencia, en el que estaban los extremistas suníes, los terroristas de Al Qaeda y los extremistas chiíes. Entre ellos y el servicio secreto de Sadam  estuvieron los responsables del atentado.
Los actos de homenaje a los caídos no pararon. El más emotivo para los familiares sucedió el 14 de julio de 2004, en la sede central del CNI en Madrid. Ese día, el ministro Bono inauguró un monumento, una llama de bronce colocada sobre un muro de acero con los nombres de los siete asesinados en Latifiya y Bagdad.

Antes de que se cumpliera el octavo aniversario de los asesinatos, el CNI abrió una nueva sala de operaciones con los más modernos medios tecnológicos. La bautizaron, junto con los familiares, como “Héroes de Irak” y dentro, distribuidos por las paredes, están las fotos de los siete agentes asesinados ese día y la de Bernal.

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