-La llamada de auxilio de los 8 agentes la recibió en Madrid el jefe de la operación mientras compraba en unos grandes almacenes.
No había previsto un plan de respuesta.
-Zanón pudo escapar,
pero prefirió quedarse en el lugar de la emboscada junto a Merino, que estaba
muriéndose.
-Cerca del lugar del
ataque había un cuartel de las tropas de EE.UU. Acudieron cuando todo había
pasado.
-Los helicópteros de las
tropas españolas hicieron presencia cuando ya no estaban ni los cuerpos de los
espías.
-Nadie avisó a los
espías españoles de que en ese mismo lugar, unos días antes, había habido otro
ataque similar.
-El ministro Trillo
anunció la detención de los responsables del ataque. La realidad es otra: nadie
sabe por qué pasó y quienes dispararon.
-El servicio secreto de
Sadam buscaba vengarse de los españoles, pues se sentían engañados por ellos.
El mayor drama que ha
sufrido el servicio secreto español en sus 50 últimos años de historia –llámese
SECED, CESID o CNI- tuvo lugar el 29 de noviembre de 2003 en Irak. Siete
agentes fueron asesinados en una emboscada y uno consiguió huir. El episodio
más negro del espionaje, cuya herida todavía permanece abierta, comenzó tres
días antes, el 26 de noviembre.
Cuatro españoles
llegaron ese día a Bagdad: José Merino, José Carlos Rodríguez Pérez, José Lucas
Egea y José Manuel Sánchez Riera. Como eran espías –ellos prefieren llamarse
agentes de inteligencia-, viajaban de paisano y nada hizo que despertaran la
atención entre la población local. Su equipaje era escaso porque no llegaba a
una semana el tiempo que debían permanecer en el país. Era el viaje de conocimiento
del terreno previo a la misión que comenzarían a desempeñar a principios del
año siguiente. Llevaban un tiempo haciendo el curso previo en la sede central
en Madrid para conocer todo lo relacionado con el conflicto y para poder
desenvolverse en una situación hostil –funcionamiento de los equipos,
autoprotección, conducción evasiva, tiro, fotografía, comunicación o
aprendizaje del árabe-.
Merino y Egea partieron
inmediatamente a la base de las tropas españolas en Nayaf, acompañados por los
dos hombres a los que relevarían en el futuro, Alberto Martínez y Luis Ignacio
Zanón. Rodríguez y Sánchez Riera lo hicieron a la otra base, en Diwaniya,
guiados por Carlos Baró y Alfonso Vega.
Ese día lo dedicaron a
descansar y a conocer a los mandos militares españoles que habían llegado hacía
unos meses como contribución del gobierno español a la posguerra iraquí. Antes
de la invasión de Estados Unidos, apoyada como siempre por Gran Bretaña,
únicamente había un equipo español destinado en Bagdad integrado por Alberto
Martínez y José Antonio Bernal, que había sido asesinado en la puerta de su
casa el 9 de octubre. Tras la decisión de intervenir del presidente Aznar, el
CNI envió otros dos equipos, con una misión prioritaria de contrainteligencia,
para cuidar a los soldados españoles.
Los agentes que estaban
sobre el terreno debían ayudar a sus futuros relevos a que se empaparan del
clima en que tendrían que trabajar en el país. Por eso, los dos siguientes días
les llevaron por las provincias en que realizarían su trabajo, poniéndoles en
contacto con algunas de sus fuentes y enseñándoles un poco los pueblos y las
costumbres.
La seguridad siempre
regía cada uno de sus movimientos. No eran soldados que cuando salían fuera de
sus cuarteles iban en patrulla vestidos con sus uniformes y todo tipo de armas
dispuestas para abrir fuego. Eran espías que se hacían pasar por civiles, que
si hacía falta se vestían con túnicas idénticas a las de los árabes, sin
ninguna protección fuera de la pistola que llevaban escondida. Nadie en Irak
conocía sus movimientos y en Madrid la única persona que lo sabía era su jefe
directo, el teniente coronel Jorge. Este mando hablaba con frecuencia de ellos
como de sus chicos y lo controlaba todo personalmente. Hasta el punto de que el
contacto directo en caso de emergencia era un número de teléfono por satélite,
cuyo aparato lo llevaba Jorge a todas partes.
El sábado 29 de
noviembre, según el plan previsto y aprobado por Jorge, los ocho agentes fueron
de visita conjunta a Bagdad, donde les esperaban los dos integrantes del equipo
que estaban destinados en la ciudad. Allí visitaron a los funcionarios españoles
de la Administración Provisional de la Coalición, se acercaron a Camp Victory
para acreditar a los nuevos ante el servicio de inteligencia militar de Estados
Unidos, saludaron a los funcionarios de la Embajada española y fueron a comer a
la residencia del encargado de negocios. Allí acabaron con un café y una
copita, antes de emprender el regreso a sus respectivas bases.
Su estado de ánimo era
muy alto. El de los que llevaban meses porque la presencia de los nuevos les
había traído un chorro de aire fresco. El de los que iban de visita, porque
habían tenido la sensación de compartir un día de fiesta con viejos amigos. Un
día en el que aprovecharon para hacerse fotos todos juntos como recuerdo de su
estancia en el que era el país más conflictivo del mundo.
Un rato antes de lo
previsto, los ocho se montaron en sus dos todoterrenos, un Nissan Patrol blanco
y un Chevrolet Tahoe azul. Ninguno de los coches estaba blindado. Alfonso Vega,
un brigada con 13 años de experiencia en la elitista División de Acción Operativa
y experto en conducción evasiva, había mostrado en diversas ocasiones a los
jefes su oposición a recibir coches blindados alegando que pesaban mucho y que
con ellos no se podía coger velocidad en caso de emergencia.
Cada equipo de relevo se
subió al vehículo del equipo titular, aunque con una disposición distinta.
Alberto Martínez, el comandante que llevaba tres años en Irak y era el que
mejor conocía el país, se puso al volante del suyo, con el comandante Merino,
el que le relevaría en enero, a su lado. Detrás de Martínez iba Egea, el
suboficial del relevo, y junto a él Zanón, el sargento primero.
En el otro coche iba al
volante Vega, el brigada experto en conducción que había bregado contra el
terrorismo de ETA y de los islamistas. Junto a él su comandante Carlos Baró, otro
miembro de la unidad operativa. Detrás de ellos iban los nuevos: el comandante
Rodríguez y el sargento Sánchez Riera. Antes de salir, Vega les dijo a los
demás: “Poneos el cinturón de seguridad porque si tengo que dar un volantazo para
evadirnos, más vale que estéis bien agarrados al asiento”.
Les esperaban 200
kilómetros hasta sus destinos. Podían haber viajado por separado, pero habían
acordado con Jorge que harían el trayecto juntos porque así tendrían más
posibilidades de hacer frente a un ataque. Durante el viaje se comunicaron
periódicamente por los teléfonos de satélite Thuruya que llevaban para
comprobar que todo iba según lo previsto.
Unos cuarenta minutos
después de salir de Bagdad -eran cerca de las 3,10 de la tarde-, pasaron por
Mahmudiyah, donde estaba el mando de la III Brigada del 505 Regimiento de la 82
División Aerotransportada de Estados Unidos. Tuvieron que reducir la marcha
para atravesar la población. De hecho, en cuanto dejaron atrás los edificios volvieron
a aumentar la marcha a una velocidad cercana a los 120 kilómetros por hora.
Diez minutos después,
nada les hizo temer por su seguridad. No se esperaban que tras el coche que
conducía Vega, que iba siguiendo a unos centenares de metros al de Martínez, apareciera
un Cadillac blanco que se le pegó primero y al poco hizo una extraña maniobra
de adelantamiento acompañada del fuego de los fusiles que empezaron a disparar varios
de sus cinco ocupantes.
Vega instintivamente inició
una maniobra evasiva y alertó a los que viajaban en el coche con él: “preparaos
que vienen a por nosotros”. El agente especial pisó el acelerador, evitó la
primera embestida y consiguió evadirse de sus perseguidores. A toda velocidad adelantó
al coche de sus compañeros para avisarlos del ataque y ganar tiempo para
situarse en posición de tiro lateral, algo que no consiguió.
Todo ocurrió con la
velocidad inusitada de lo imprevisto, muchas veces imaginado, pero nunca en el
mejor momento para defenderse. El todoterreno conducido por Martínez apenas tuvo
segundos para reaccionar. Los terroristas tenían dos objetivos para frenar su huida:
matar al conductor y pinchar las ruedas. La sorpresa colaboró con ellos y
cumplieron desgraciadamente su objetivo. Alberto Martínez fue el primero en
morir y José Lucas Egea recibió un tiro en la cabeza, los dos que ocupaban
posiciones en el lado izquierdo del coche, el más próximo a los disparos. Las
ráfagas de Kalashnikov destrozaron también las ruedas, que una vez reventadas
llevaron al coche a parar de mala manera en el arcén, gracias a los movimientos
rápidos con el volante del comandante Merino, que estaba sentado en el puesto
de copiloto.
El sedán blanco, con un
motor potentísimo, no frenó su ataque y persiguió al otro todoterreno, al que
dio caza de la misma forma, consiguiendo idéntico resultado: asesinaron al
conductor Alfonso Vega e hirieron al comandante José Carlos Rodríguez en el
estómago. El coche se quedó sin mando, se salió por el arcén y cayó en una hondonada enfangada, donde
quedó atrapado.
El coche de los atacantes
frenó en seco en mitad de la carretera y sus ocupantes continuaron disparando sus armas.
Desconocían los resultados de su primera embestida y esperaron para rematar a
los agentes españoles.
En el interior de los
dos todoterrenos la escena era cruel. Los cuatro que no habían sufrido daños actuaron
sin pensárselo. Saltaron de los vehículos y repelieron la agresión con sus
pistolas, lo que hizo retroceder a los atacantes, que abandonaron la escena del
ataque y se perdieron en Latifiya, una ciudad aneja al lugar de la agresión.
Merino, en el coche más
atrasado, le pidió a Zanón que le ayudara a sacar el cuerpo del fallecido Martínez
para pasarlo a la parte trasera, junto al malherido Egea. Después Merino se puso
al volante. Con la escasa velocidad que le permitió tener dos ruedas pinchadas,
llevó el vehículo lentamente al encuentro del otro, encasquetado en una especie
de agujero, para reagruparse.
Al llegar se encontraron
con una escena similar a la suya: un muerto y un herido. Baró, un valiente comandante
formado en operaciones especiales, tomó el mando con la naturalidad del hombre
capacitado para el combate y comenzó a impartir órdenes. Dejó a los heridos en
los coches en que viajaban y llamó a Madrid para que les mandasen desde la
brigada española varios helicópteros de ayuda.
Marcó el número de teléfono
del teniente coronel Jorge, su jefe directo, quien tenía un Thuruya vía
satélite como el suyo.
-¡Mierda nos han
atacado! –gritó Baró-. Tenemos por lo menos dos muertos. Avisa a la brigada,
que manden helicópteros.
La tensión era palpable
en el experto comandante, que sabía la importancia de actuar con rapidez. No
sabía si los atacantes regresarían, pero ellos solos no podían salir de allí.
No, al menos, sin dejar atrás a los heridos, algo que no se le pasó por la
cabeza ni a él ni al resto de agentes.
La tensión también era evidente
en el receptor de la llamada, que en ese momento –sábado- estaba en El Corte
Inglés de compras. No había plan de respuesta frente a un ataque, solo que indicaran
su posición exacta para mandar refuerzos. Pero la comunicación se cortó. Quizás
porque no había cobertura en los grandes almacenes, quizás porque en ese momento
se produjeron nuevos disparos contra los espías españoles.
Los atacantes se habían guarnecido
en dos casas bajas que había cerca del terreno en que están los dos coches
destrozados. Esta vez el fuego no se limitó a los fusiles Kalashnikov, sino que
utilizaron ametralladoras y lanzagranadas.
Baró sacó el único subfusil
que tenían y repitió la llamada al coordinador en Madrid.
-¡Mierda hay cuatro
muertos… o tres! Te damos nuestras coordenadas”
Sin pensárselo dos
veces, le pasó el Thuruya a Zanón, quien había buscado las coordenadas. Pero no
pudo hacerlo porque la comunicación nuevamente se había cortado. Desde el otro
lado, el teniente coronel Jorge se sintió impotente y enormemente preocupado
por el sonido de los intensos disparos. Entre las dos llamadas había hablado
con la sede central del CNI, pero nadie podía hacer nada sin esas coordenadas.
No sabían dónde estaban, así que decidieron enviar a los helicópteros de la
brigada española para que les buscaran a ciegas.
Mientras, los cuatro
militares que seguían en perfecto estado se movían para buscar una salida. Baró
se parapetó en el suelo, próximo al coche estancado en el fango. Había
detectado a los dos grupos que les estaban disparando desde las casas y comenzó
a devolverles el fuego. Antes, tras la muerte de Egea, había ordenado a Zanón y
a Sánchez Riera que se reunieran con Merino, que estaba en el coche aparcado en
la carretera acompañando al malherido Rodríguez.
Los dos subieron el
pequeño talud, cubiertos por los disparos de Baró, que había empezado a economizar
balas, pues desconocía cuánto tiempo podía durar el asedio. Se reunieron con
Merino y hablaron sobre cómo salir de la trampa. Rodríguez perdía la vida al
poco de contrastar los tres agentes que no había salida posible. Solo quedaban
cuatro.
Baró fue alcanzado por
el fuego enemigo y murió. Poco después fue Merino el que resultó herido en el
brazo izquierdo. Zanón se parapetó tras una de las ruedas del coche con Merino
en sus brazos y una de sus manos taponando el agujero de bala. En la otra rueda
estaba Sánchez Riera, cuya pistola se había encasquillado.
Mientras todo esto
ocurría, los coches habían seguido circulando por la carretera con una frialdad
pasmosa, algo habitual en un Irak acostumbrado a vivir en guerra y a los
enfrentamientos entre los distintos sectores. De hecho, el tráfico se había
colapsado por el deseo de los conductores de asistir al espectáculo que se
estaba desarrollando.
La situación sin duda
tenía de los nervios a los agentes que habían sobrevivido hasta ese momento. Zanón
y Sánchez Riera, con Merino herido de muerte, descubrieron en ese momento que
no iban a poder escapar con vida. Debieron ser momentos muy duros, en los que
Zanón, un militar sin una preparación guerrera, optó por quedarse con su
compañero herido aún a sabiendas de que eso le supondría la muerte y gastar las
pocas balas que le quedaban. Sánchez Riera, por el contrario, optó por la
huida.
Cruzó al otro lado de la
carretera y se escondió en unos matorrales, alejados del fuego enemigo. Con lo
que no contaba era con que los iraquíes que habían parado sus coches para
contemplar la escena se acercaran a él e intentaran lincharle. Eran hombres y niños
que acababan de salir del oficio religioso y se encontraban con unos
extranjeros enfrentados a gente de su raza. Le arrancaron la cadena de la
virgen que llevaba al cuello, le quitaron la pistola e intentaron matarle con
ella, aunque no lo consiguieron gracias a que estaba estropeada. Entonces le golpearon, le
patearon, le insultaron. Algunos intentaron atarle las manos para meterlo en un
coche y llevárselo.
Sánchez Riera fue
consciente de que le iban a matar, no podía hacer nada para defenderse. Se
limitó a esperar a que acabaran con él. Pero la suerte que no habían tenido sus
siete compañeros le sobrevino a él. Un hombre bien vestido acercó su cara a la
suya e hizo exageradamente el gesto de besarle. La turba se frenó. El hombre,
un notable de la zona al que la mayoría conocía, había hecho el gesto de
amistad para que todos supieran que estaba bajo su protección.
Los mismos que un
momento antes le golpeaban ahora le ayudaron a levantarse y le metieron en un
taxi salvador. En una corta carrera, se cruzó con tres coches de la policía
local, los paró y le trasladaron a la comisaría de Latifiya. Al pasar por delante
del lugar del atentado, vio los cuerpos de Zanón y Merino tirados junto al
coche aparcado en la carretera.
Y vio también que una
turba enloquecida estaba junto a los vehículos, en lo que se había convertido
en una manifestación espontánea. Una manifestación que no se limitaba a gritar
contra la invasión extranjera. Un equipo de la cadena de televisión Sky News pasó
casualmente por allí, se bajaron del coche y el cámara grabó una escena que
daría la vuelta al mundo. Un joven, cercano a la pubertad, pisaba con rabia el
cuerpo de Luis Ignacio Zanón, el espía que se negó a huir por no abandonar a su
compañero herido, mientras con los dedos de la mano derecha hacía la uve de la
victoria. Otro chico aparecía detrás dando patadas al cuerpo sin vida del
agente. Otros, de edad similar, aparecían rodeando otro cadáver y al ver la
cámara imitaban el signo de la victoria. La imagen siguió después a la gente
que pasaba por allí y a los coches que circulaban, sin darle la más mínima
importancia a que siete hombres occidentales vestidos de paisano yacieran
muertos, con el pecho ensangrentado y el cuerpo destrozado. Los periodistas tuvieron
que dejar de filmar y salir corriendo cuando la turba la tomó con ellos.
No obstante, hicieron
más que los militares polacos pertenecientes a la División Centro-Sur –la misma
que la de los soldados españoles-, que pasaron por allí unos minutos después. Los
integrantes de la columna contemplaron los cadáveres tirados, pero como no
llevaban uniforme ni se pararon a interesarse por lo que había pasado. Un
pasotismo desgraciadamente inherente a las guerras, en la que no se presta
atención a lo ajeno. (Mañana fin del relato)
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